Sinatra no se acaba nunca
Jordi Puntí
Escritor. Autor de 'Confeti' y 'Todo Messi. Ejercicios de estilo'.
JORDI PUNTÍ
Yo soy una de las 13.000 personas que el 3 de junio de 1992, un miércoles, estuvieron en el Palau Sant Jordi viendo a Frank Sinatra. Era el año de los prodigios olímpicos y nada parecía más lógico que Sinatra diera su primer concierto en Barcelona, como si aún estuviéramos a tiempo de descubrirle. Han pasado los años y recuerdo pocas cosas de esa actuación. Recuerdo por ejemplo que presentó la mayoría de canciones contando quién las había escrito y arreglado. Es un detalle importante, porque su éxito a menudo iba de la mano de una orquesta y un arreglista, sobre todo en el caso del gran Nelson Riddle.
Recuerdo también que esa noche, cuando interpretó 'Luck be a lady', Sinatra hacía el gesto de tirar los dados, como si estuviera en un casino y a su lado tuviera a Ava Gardner para darle suerte. Era un gesto que seguramente había hecho mil veces, en decenas de escenarios, pero de repente allí en el Sant Jordi concentraba toda una carrera, la mitología de Hollywood y de Las Vegas, la leyenda del actor difícil, el hombre de mal carácter cuando estaba resfriado, el amigo de la mafia, el joven buscavidas de Hoboken.
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Recuerdo, claro, que en ese concierto 'La Voz' ya no tenía una gran voz, ni siquiera una buena voz. El musicólogo Alex Ross ha escrito que a veces la voz de Sinatra iba por un lado y el hombre por otro, y en los momentos felices -sobre todo en los años en que grababa para Capitol- ambos coincidían. También ha elogiado su amor por el lenguaje y su estilo para decir las letras con una voz que era alegre y profunda y cambiante con la edad. Hoy en Youtube se pueden ver algunas canciones de ese concierto en Barcelona y uno se da cuenta enseguida de que esa noche Sinatra no era 'La Voz', era la 'Post-voz'. Le escuchábamos y mirábamos embelesados, él se dejaba querer, y de hecho no solo lo vivíamos en el presente. Sinatra no se acaba nunca y, gracias a ese don reservado a los escogidos, le veíamos con los ojos de la eternidad. También estábamos allí porque era algo único y sabíamos que nos gustaría recordarlo en días como hoy, cuando hace exactamente un siglo que nació Francis Albert.
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