Madrid por Catalunya
Martín Caparrós
Periodista
MARTÍN CAPARRÓS
Qué feo debe de ser estar en una cancha tan grande, con 80.000 fulanos alrededor, con cientos de millones en las pantallas del planeta, y querer irse. Saber que no hay nada que hacer, que te están dando el baile de tu vida, que lo único que te queda es rezar para que todo acabe rápido: que la vergüenza acabe rápido. Había, ayer, en el césped del Bernabéu, once –y después diez– muchachos vestidos de blanco que podrían contarnos cómo es eso.
Y podría ser un relato interesante. Porque, en cambio, lo que nunca hubo fue partido. Había, de un lado, un equipo que sabe lo que hace; del otro, una panda asustada. Está claro: el Barcelona ya no es aquel equipo inenarrable de Guardiola. Pero ahora, por fin, se ha definido. Aquél dominaba como una araña tejedora: a fuerza de tocar, de regatear, de avasallar, llegaba jugando hasta la portería –y allí seguía jugando. Éste es una cobra: juega un juego de control exasperante, duerme al contrario con pasecitos necios, con mucho toque atrás, lo molesta, lo saca de su campo y de pronto, cuando el otro menos se lo espera, le tira dos o tres pases profundos a quinientos por hora y a cobrar. Para eso tiene, ahora, al Bidente –con perdón– Sureño; pronto, de nuevo, el Tridente Sudaca.
Parece fácil pero no es nada fácil. Para armar esa telaraña de toquecitos bobos hay que estar muy bien parado, saber dónde ponerse en cada momento, entenderse, relevarse: se ve que lo tienen perfectamente trabajado. Y que funciona.
Pero es que, además –queda dicho–, nunca hubo partido. El Madrid jugaba tibio, temeroso, sin presión, sin ganas. Así, empezaron a caer los goles: bastó que el Barcelona acelerara para retratar a los dos centrales ausentes del contrario, su falta de intención, su susto. Neymar era un prodigio de gambeta, Iniesta de elegancia, Busquets de inteligencia, Suárez de criminalidad. Fue 4 a 0; podría haber sido siete u ocho, y la sorpresa, y el desasosiego.
El Bernabéu, desbordado, oscilaba entre los pitos y los pañuelos blancos. Gritaba, de tanto en tanto, "Florentino dimisión" sin pensar que los que dimitían –todo el tiempo, en el campo, dimitían– eran sus jugadores. Quizá podamos imaginar que realmente no quieren a su entrenador y no quieran darle ningún gusto. O, peor aún: que, a imagen y semejanza del gobierno que yace en su ciudad, hayan decidido contribuir cueste lo que cueste a la causa catalana. Si Mariano Rajoy no cesa de ayudar con su altivez y su torpeza al independentismo catalán, el Madrid podría estar dispuesto a hacer lo suyo para que, también en fútbol, el catalanismo avance en su camino.
El Barcelona lo aprovecha: ya saca seis puntos de ventaja, sabe a qué juega, se gusta, se entretiene. Si consigue reincorporar a Messi sin desarmar el modelo –nada debería ser más fácil– va a ser difícil que los paren.
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