Mi hermosa lavandería
Cuando ya no te puedes fiar ni de Proust
Isabel Coixet
Directora de cine
ISABEL COIXET
Yo cuando oía la palabra Volkswagen, me imaginaba siempre a un montón de señores alemanes con traje gris y olor a col revisando hasta la saciedad cada coche de la factoría. Son estampas que se le meten a uno en la cabeza en la niñez y cuesta borrarlas. Los fabricantes del “coche del pueblo”. Como la imagen del negrito con lanza de los Conguitos, que, por mucho que la cambien, para mí siempre será un pigmeo simpático con lanza. Y no es que yo me haya comprado alguna vez un coche de esa marca, pero siempre me había dado la impresión de una empresa seria y responsable y sólida y alemana.
Pues resulta que no, que hacían más trampas con los coches que el clan de los Pelayos en los casinos y que ni eran serios ni sólidos ni de fiar. Aunque los alemanes siguen comprando esa marca como si no hubiera un mañana. Pasa lo mismo con algunas personas a las que uno admira. Pongamos como ejemplo a Norman Foster. Yo, que soy muy ingenua y se me ocurrió ver el documental que produjo el propio arquitecto sobre él mismo y su obra, pensé que el hombre, tan educado, elegante, calvo y sir, para más inri, aunque no precisamente el más brillante arquitecto del mundo, sí era alguien sensato, honrado y de fiar. Pues ahora resulta que sir Norman Foster se ha embolsado en concepto de honorarios 10,6 millones de euros por un proyecto que no se ha construido ni se construirá para la Ciudad de la Justicia de Madrid.
Cuando firmó el contrato, Foster dijo que tendría muy en cuenta a la hora de proyectar los edificios “valores de transparencia y democracia”. Las ratas que pueblan el enorme solar donde se tenía que construir la Ciudad de la Justicia en el municipio madrileño de Valdebebas todavía no han visto aparecer ni una excavadora. Y digo yo si, habida cuenta de que la maqueta de porexpan de la Ciudad de la Justicia la hicieron unos becarios malpagados de su magno estudio y costó unos 20 euros en materiales: ¿no podría Sir Norman –más que nada para ser consecuente con lo que dijo cuando le soltaron el talón– devolver ni que sea la mitad? ¿La tercera parte? ¿Algo? Quizá ya se los haya gastado en zapatos para la parienta o en los trajes de tiroleses que llevan sus niños cuando esquían en Saint Moritz, como todos los lectores de Hola podemos atestiguar.
Pero lo que ha sido la puntilla y ha destrozado definitivamente mi confianza en el mundo es el descubrimiento, en la espléndida nueva edición facsímil de En busca del tiempo perdido, que reproduce los manuscritos de los siete volúmenes de Marcel Proust, que el escritor en realidad tuvo la iluminación que dio origen a su obra mojando una tostada en el té y no una magdalena. Si ya no podemos confiar en Proust es que todo empieza a estar realmente perdido.
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