OPINIÓN
El 27 de septiembre y el discurso del miedo
Jordi Alberich
Economista
JORDI ALBERICH
Ante un momento tan trascendental, lógicamente se multiplican los posiciones a favor o en contra de la propuesta de independencia express. Un ansia por abandonar España que se ha visto robustecida con poderosos argumentos, como el España nos roba, es corrupta, y no nos quiere, mientras que Europa nos espera con los brazos abiertos.
Transcurridos unos años, alguno de estos argumentos ha mostrado su flaqueza. Así, ningún político europeo relevante ha atendido al procés, al tiempo que nadie puede dudar de que la corrupción se hallaba también instalada en Catalunya. Nos queda el tercer gran argumento, la economía. Y, evidentemente, el sentimental.
Desde hace años opino en estas líneas que, económicamente, para Catalunya una salida traumática de España es extraordinariamente arriesgada, si bien la economía no lo es todo ni tan siquiera, en ocasiones, lo más relevante.
Puede suceder que ante un proyecto político propio, una clara mayoría ciudadana asuma conscientemente las penalidades de un tránsito que puede durar años, décadas o generaciones.
Si ése es el sentimiento dominante en Catalunya, me parece admirable. Pero me preocupa que la aspiración independentista se nutra no sólo del amor al proyecto propio sino, también, del menosprecio sistemático a España. Mala señal.
Estos días el mundo económico advierte de graves consecuencias derivadas, esencialmente, de la exclusión de la zona euro. Pero, al margen de esas argumentaciones, creo que obviamos una referencia clave: Catalunya no es una Dinamarca inmersa en una España meridional. Somos una región de riqueza mediana en comparación con las regiones que conforman los Estados de Europa Occidental.
Los datos están ahí. Y no nos dejemos llevar por el uso de las cifras, profundicemos en ellas, y no recurramos a culpar de todo a España. No nos engañemos. Sin desmerecer lo que tenemos, no estamos en absoluto para una independencia unilateral.
Si una parte de Catalunya no desea compartir una misma vivienda con el resto de España, la solución no pasa por saltar por la ventana. Una caída al vacío, desde cualquier altura, tiene sus consecuencias. Por ello me sorprende que a quien advierte de estos riesgos se le acuse de propagar el discurso del miedo.
Además, pueden encontrarse soluciones para una mejor convivencia que no fuercen a los más débiles a ese salto.
Todo cambio colectivo trascendental, y la independencia es la máxima expresión de cambio, pide respeto a las reglas, sensibilidad, tiempo y acierto.
Y me preocupa que buena parte de las élites que animan a saltar por la ventana sean conversos al independentismo, con urgencias y con su vida solucionada. Si lo mío es el discurso del miedo, pido disculpas y felicito a quienes andan sobrados de coraje.
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