Análisis
Messi rompe el efecto espejo
Josep Maria Fonalleras
Escritor
JOSEP MARIA FONALLERAS
Me paso la tarde releyendo el libro de Martí Perarnau. Antes de que llegue el momento fatídico, el codiciado, el instante preciso donde se juntan la memoria de todo lo que hemos vivido y el deseo de vivir experiencias nuevas. Lo decía Eliot del mes de abril. Es el más cruel, porque es cuando se mezcla lo que hemos perdido (pero que tuvimos) y lo que podemos ganar (pero aún no es nuestro). Pero esta es una apacible, serena, amable tarde de mayo, el mes en el que hemos sufrido las derrotas más tristes y en el que hemos disfrutado de las más exultantes victorias, como la de hoy hace seis años, aquel gol de Iniesta en Stamford Bridge. En esta tarde de primavera, releo 'Herr Pep'. Intento encontrar una escapatoria que me evite la desazón, la desolación posible. Pep Guardiola habla de una cita de Saramago: "La derrota tiene algo positivo: nunca es definitiva; en cambio, la victoria tiene algo negativo: nunca es definitiva". Y añade: "Es muy cierto esto, todo es siempre provisional".
Pep entra en las instalaciones del Camp Nou una hora y cuarto antes de que comience el partido. Baja del autocar y camina solo. Da los pasos decididos de siempre y deja atrás a Domènec Torrent y a todos los demás. Camina solo. Concentrado. Piensa en aquel "kilómetro cuadrado y medio" que ha sido su casa durante 30 años. Quizá entra, en este pensamiento fulminante, eléctrico, el día que llegó a La Masia desde Santpedor, las literas, la añoranza de los padres, el primer partido en este campo.
La panadera que me vende el pan me comenta que Guardiola quizá tendrá un arranque si el Barça marca. "Quizá le saldrá la cosa catalana y lo celebrará", dice. Su marido ríe. "No lo creo". Debe ser tan extraño, sin embargo, volver a bajar las escaleras que llevan al césped, pasar por delante de la capilla de la Moreneta. ¡Tan extraño! "A mí no me perderéis nunca", dijo Pep cuando se despidió de la afición, una noche --el 5, de mayo, por supuesto, hace tres años-- en la que Messi marcó cuatro goles. Fue emocionante. Yo estaba. Y lloré, lo confieso.
Por eso todo es tan extraño. Y llega la hora y comienza un partido que, en realidad, se parece a aquella escena memorable del espejo de los hermanos Marx. Son dos equipos diferentes pero hacen los mismos gestos, los mismos movimientos. Es un partido único, sin medida, que casi da la razón a aquella 'boutade' de Arrigo Sachi: "El partido perfecto termina cero a cero". Cuando el Barça juega ya sabemos que juega el Barça, pero cuando lo hace el Bayern también pensamos que juega el Barça. El éxtasis es total: 90 minutos sin tregua, con la diferencia de que sabemos que son unas 'semis' y que no se trata de disfrutar de la estética sino de ganar. Y es entonces cuando vuelve a aparecer él. Y se acaba el efecto espejo. Messi es nuestro. Y ya sabemos que una victoria nunca es definitiva, pero esta lo parece. Pep cierra los ojos y se sienta, cabizbajo, en el banquillo. No celebra la euforia del Barça como pensaba la panadera. Pero también sabe que todo es un poco suyo. Como si jugara al ajedrez con las blancas y las negras. No vamos a perderlo nunca, pero hoy Berlín nos espera.
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