Historias de la frontera sur: Vallas, Concertinas y Ébola

MANEL REBORDOSA

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Imagine una frontera. Ahora imagine una pequeña ciudad de provincias a un lado de esa frontera. Y ahora a miles, centenares de miles de pobres de solemnidad cruzando esa frontera. Y añada a ese cuadro el hecho de que la práctica totalidad de esos emigrantes, refugiados, o como quiera usted etiquetarlos, son de origen sud-sahariano. ¿Le resulta familiar la historia?

Sigamos. ¿Y si resulta que esa ciudad de provincias es, además, pobre y con recursos limitados, por supuesto insuficientes para atender a esa marea humana? ¡Y no sólo la ciudad! Pongamos que es el país entero en el que se encuentra esa ciudad el que está en una crisis profundísima, la peor de su historia. ¿Qué nombre le viene a usted a la cabeza?

Y luego están las vallas y las concertinas, dispuestas estratégicamente para dificultar el paso de unos y de otros. Y policías armados. Y perros, si me apura. ¿Nombre? Probablemente el de muchos lugares, y no sólo dentro de la geografía española. Pero la ciudad de la que le hablo se llama Forecariah y difícilmente habrá usted pensado en ella. Más que nada porque allí ya no quedan ni vallas, ni concertinas ni emigrantes o refugiados.

Pero Forecariah albergó, hace apenas una década, uno de los campos de refugiados más grandes de África. Casi un cuarto de millón de extranjeros acogidos por una ciudad de apenas 20.000 habitantes y perdida en la frontera sur de un país, Guinea Conakry, de sólo 10 millones de habitantes. Un país, para más inri, entre los diez más pobres del mundo y que en ese momento, a principios de siglo, era el segundo país de África en número de refugiados albergados dentro de sus fronteras. ¿Se imagina? Algo así como si Barcelona tuviera que acoger, en tiendas de campaña y al otro lado de Collserola, a casi dos veces la población de Nueva York o de México DF. Y todo eso con el presupuesto de, pongamos, Arenys de Munt.

No puedo dejar de preguntarme qué habría pasado si las autoridades guineanas hubieran decidido, allá por el año 2000, cerrar la frontera y disparar sobre todo aquel que intentara cruzarla. O peor, devolver a la miseria o a la muerte a los pocos afortunados que hubieran conseguido atravesarla. Probablemente desde la civilizada Europa se habría considerado una muestra más del salvajismo que caracteriza a los conflictos africanos. Pero no lo hicieron. Así, en cierto momento una o más de cada diez personas que vivían en Guinea era un refugiado político o económico (o una mezcla de ambos) huyendo de alguno de los países vecinos. Los pocos recursos de los que disponía Guinea tuvieron que repartirse.

Los últimos refugiados de Forecariah se fueron a sus casas en Sierra Leona y Liberia ya hace algunos años, pero como dice el refrán, que poco dura la alegría en casa del pobre. Forecariah es hoy uno de los focos de la epidemia de Ébola que tanto ha dado que hablar en Europa.

En cambio en Europa los problemas de Forecariah quedan muy lejos y no son de mucho interés, ya sean los campos de refugiados de hace unos años o el Ébola de ahora, al menos en lo que respecta al Ébola situado en Forecariah. Pues algún periódico malintencionado del viejo continente sí ha alertado de lo peligroso que sería que algún enfermo pudiera cruzar alguna de las cerradísimas fronteras europeas y contaminar nuestro querido continente. Pero, como siempre, los pobres siempre se acaban llevando la peor parte, y si no que se lo pregunten al nigeriano enfermo (no de Ébola) que la palmó en el aeropuerto de Madrid porque nadie se le acercó cuando se desplomó en medio de la terminal internacional, no fuera que tuviera la dichosa enfermedad.

No tengo ni idea de la cantidad de dinero que Guinea Conakry en general y Forecariah en particular destinaron a dignificar los problemas generados por la crisis de los refugiados de hace diez años. Pero estos días sale publicado en los medios oficiales que el presupuesto español para cooperación ha bajado todavía más y que ya no llega ni al 0,14%. Es más, la España de «la recuperación económica», 14ª potencia económica mundial, estaría a la cola de la OCDE en lo que a solidaridad se refiere, y muy lejos de la media, que es del 0,43%. Ante esto uno se acaba preguntando si no existen dos tipos de solidaridad, la solidaridad entre los pobres, que se da por supuesta y no cuenta, y la solidaridad de los ricos, que es la única que se cuantifica económicamente. Si no es inexplicable que los países africanos, que cargan con las guerras, hambrunas y demás crisis de sus vecinos sin rechistar, no sólo no salgan en las estadísticas de la ayuda, sino que además se les exija, por humanidad, que se sacrifiquen el doble o el triple que sus semejantes más acaudalados del norte, haciendo cosas tan extraordinarias como abrir sus fronteras a aquellas personas que lo han perdido todo o acogerlas por tiempo indefinido dentro de sus fronteras para que no les mate la guerrilla, el dictadorzuelo de turno o, simplemente, el hambre. Y todo ello sin importar si están en crisis, en recuperación o en eso no, lo siguiente.