Mis días con Margarita y Maria Rosa
Emilio Pérez de Rozas
Periodista
Licenciado en Ciencias de la Información por la UAB. Hijo de Carlos Pérez de Rozas, sobrino de Kike y Manolo Pérez de Rozas, integrantes de una auténtica saga de fotoperiodistas. Trabajó en Diario de Barcelona, fundador de El Periódico de Catalunya en 1978 también formó parte de la redacción en Catalunya del diario El País. Colaborador del diario deportivo Sport y vinculado al departamento de Deportes de la cadena COPE, que dirige Paco González. Emilio suele completar muchas de sus informaciones con sus propias fotos, en recuerdo a lo aprendido junto a su padre y tíos.
Yo iba a la zaga de todos ellos. A rebufo. Y nunca mejor dicho. Ellos, que tenían algunos años más que yo, no muchos, eran amigos, colegas, compañeros de mi hermano Carlos. Y yo, que era un renacuajo, chupaba todo el día rueda. Es más, jamás me consideraron un compañero. Yo siempre era el ‘peque’. Como le ocurre a Àlex Márquez, hiciese lo que hiciese, para ellos siempre era el ‘hermano de…’
Y yo, feliz. Loco de contento de que esos ‘monstruos’ me dejasen ir en sus coches, leer sus artículos antes que nadie, acudir a sus desayunos, pasar a máquina sus trabajos (alguno hasta me daba una propinilla por ello) y vivir unos ratos inolvidables en sus mesas. Luego, claro, tuve la suerte de que se pusieron a mandar y me llamaron. Tuve la suerte de que se cumpliera el verso que siempre me recomendó mi amigo Luis Cuesta: “A ti que no te den, que te pongan donde hay”.
Es posible que todo empezase con Tristan la Rosa. Puede. Pero, sobre todo, todo arranco, mi vida entera, con Antonio Franco, más Carlos, por supuesto, más Alex J. Botines, Miguel Angel Bastenier, Ángel Sánchez, José Antonio Sorolla, Xavier Batalla y José Luis Erviti, por citar a un racimo de los maestros que uno ha ido teniendo, aprendiendo, imitando, copiando, casi clonando, a lo largo de la vida. Porque uno, amigos, ya tiene 62 años largos.
Pero yo nunca olvidaré lo mucho que hicieron por mí, un auténtico mocoso entonces, dos mujeres excepcionales, únicas, enormes. Maria Rosa Mora y Margarita Rivière. No es que fueran periodistas, no, es que eran, son, pues María Rosa sigue entre libros. Eran LAS PERIODISTAS, con mayúsculas.
Casi cada noche recuerdo cuando hice mis prácticas de verano en la revista ‘Lecturas’, donde Maria Rosa era subdirectora, antes de dar el salto a la prensa diaria. La manera en que me enseñó a hacer los pies de foto de las historias que publicábamos sobre los hijos de Serrat o los bailes de Mónaco, no se me olvidará en la vida. Porque, cuando tú tenías de jefa a Maria Rosa, hasta los pies de foto, perdón, sobre todo los pies de foto, debían ser inmaculados, perfectos.
Maria Rosa es puro conocimiento, tacto extremo, una delicia de mujer, una periodista exquisita, una escritora cautivadora. Y ahí sigue, caminando con zapatos de gamuza, sin tacones, sin hacer ruido. Casi como yo, habiendo crecido pegadita a esos ‘monstruos’, que la admiraban por sus conocimientos y, voy a decirlo, ¡vaya que sí!, porque con sus apuntes más de uno, dos, tres, o todos, aprobaron un montón de exámenes.
Y, al final, acabe convertido en el copiloto de Margarita Rivière, uno de los mayores placeres de esta vida. Yo iba a su casa para aprovechar su coche y subir a la Facultad de Ciencias de la Información de Bellaterra. Y, al final, termine esperándola junto al inmenso piano de su comedor, mientras ella, maravillosa, gentil, recogía sus últimos enseres.
De vez en cuando, pasaba por allí Jorge de Cominges, su esposo, que me saludaba como si fuese un pitufo infiltrado. Es más, parecía que yo fuese del servicio de Margarita, cuando mi papel allí era convertirme, ser, una esponja, una sanguijuela, un chupatintas que, tanto en la espera como en el viaje a la universidad, me aprovechaba de todos sus secretos, conocimientos y trucos periodísticos y literarios, que aún reposan en mi disco duro.
Porque si algo tuvieron, tienen, estas dos grandes mujeres, colegas de mis ‘monstruos’, fue su enorme capacidad de contagiar cariño y pasión por la profesión pero, sobre todo, lo desprendidas que fueron, que son, con sus conocimientos.
Trabajar con ellas fue aprender. Quererlas, una obligación. O la única manera que uno tiene de recompensar todo lo que aprendí de ellas. Pura bondad. Y conocimientos.
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