La rueda
En compañía de embajadores
Los diplomáticos tienen refinados modales y son la cara amable del país al que representan
De niño, probablemente influido por las películas de aquellos años en las que aparecían rodeados de lujo, en países bananeros y servidos con veneración por criados nativos, la figura de los embajadores me parecía fascinante. Yo fantaseaba con la posibilidad de ser, algún día, embajador. Me impactaban las películas en las que los diplomáticos celebraban lujosas fiestas en embajadas majestuosas, concurridas siempre por mujeres atractivas llenas de intriga.
Ahora mi percepción del embajador se ha rebajado hasta ponerse en lo que realmente es: un representante con buena preparación y refinados modales, dispuesto a interpretar la cara amable del país al que representa. A lo largo de nuestras giras he conocido a algunos, y a veces he compartido almuerzo y conversación en la propia embajada, que es lugar de arquitectura noble y ambiente lujoso, pero lejos del de las películas de mi niñez. Recuerdo especialmente la de España en el Vaticano, donde el embajador, entre sorbos de té y junto a un busto de Bernini, me decía, al poco de enviudar, lo duro que era regresar de noche y atravesar aquellos interminables salones hasta llegar a la soledad de su cuarto. En 1988, en Japón, el entonces embajador se lamentaba de los continuos terremotos se sucedían a diario, a los que, según decía, su familia no conseguía acostumbrarse. En Nueva York tuvimos una estrecha relación con el embajador de España en la ONU, el cual vivió con desconsuelo nuestro interruptus.
La semana pasada fue en Madrid que conocí al actual embajador de Estados Unidos. Un conversador excelente, interesado por la realidad del país y buen conocedor de Barcelona. Vino al teatro, se rio y cenamos con una espontaneidad digna de un americano moderno que, por fortuna, nada tiene que ver con aquellos embajadores de las películas de mi niñez.
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