Dos miradas
Sin nombre
No sabemos su nombre. Tampoco si la pasada noche durmió bien, si tosía o le dolía la cabeza o la garganta o el vientre. No estaban sus padres para tomarle la temperatura, ni para decirle que mejor que no fuera al cole hasta que se repusiera. De hecho, no había nadie junto a ella cuidándola. Ni escuela a la que ir. Tampoco había fiestas ni danzas ni juegos ni mimos ni enfados con sus hermanos. Todos los que podían haberla ayudado a crecer la dejaron escapar. Quizá la robaron a sus padres. Quizá la vendieron en el mercado de la desesperanza. También la abandonaron la policía, el ejército, la justicia, el gobierno que debían velar por ella. Y a miles de kilómetros, todos los que podían haberla tomado de la mano miraron hacia otro lado, despreocupados por la minúscula importancia de una niña en la política y la economía internacionales. Tenía 8 años. O 7. Las versiones difieren porque nadie sabe quién era. Solo que era pequeña. Que no dejó que registraran sus ropas y que hizo estallar en un mercado de Nigeria los explosivos que le rodeaban la cintura. Su cuerpo, el pequeño cuerpo de esa desconocida a la que nadie arrebató del mal, reventó. Con su explosión arrancó la vida de cinco personas más.
Cada semana cruzan el Estrecho pateras que desafían a la muerte. El lecho del océano les produce tanto miedo como lo que dejan atrás. Podemos seguir ignorando de qué huyen. Podemos seguir negándoles la mano.
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