mi hermosa lavandería
Un ventrílocuo en la radio
Isabel Coixet
Directora de cine
ISABEL COIXET
El verano es una estación de doble filo: hay una especie de calma inquieta, como si, aunque todo aparentemente se para, una corriente subterránea que lleva todas las cosas que nos preocupan el resto del año estuviera pugnando por salir en cualquier momento. En los últimos años es prácticamente imposible desconectarse de esa corriente. Aun en el lugar más aislado, la aldea más remota, una recepcionista sonriente nos da la contraseña wifi antes de que digamos nuestro nombre. Intentamos –al menos yo intento– no ver, no oír, no saber: imposible. No hay tregua. Antes de que nos queramos dar cuenta, nuestros dedos nos conducen hasta la información que preferiríamos ignorar. Las fotos de miembros de ISIS [el Estado Islámico en Irak y Siria] sosteniendo botes de Nutella en los supermercados del Estado Islámico mientras alaban sus virtudes para remontar la moral después de una matanza, al tiempo que –junto con el resto de la humanidad– proclaman su admiración por 'Jumanji'.
Los implacables testimonios de los desplazados del Kurdistán sobre niños muriendo de sed mientras algunos padres se cortan las manos para dar de beber sangre a sus hijos. Una pareja palestina, que llevaba meses preparando su boda, casándose en un campo de refugiados en medio de los bombardeos del ejército israelí. Judíos ortodoxos en la playa a 30 kilómetros de Gaza. El éxito de las rebajas en Tel-Aviv. Las únicas 12 dosis del medicamento ZMapp para tratar el ébola que llegan a Sierra Leona. La expansión salvaje de esta maligna enfermedad sin que se sepa cómo pararla.
¿Cómo conciliar el latido del mundo con las puestas de sol, el vino blanco, las moscas, los pícnics, las siestas? ¿Cómo no sentirse un poco traidor al entrar en el agua helada de la piscina, sabiendo que a apenas cinco horas de avión hay sufrimiento, masacres, dolor a gran escala, torturas? Y además, ¿de qué serviría?
Pienso en todas estas cosas mientras pelo los aguacates y preparo la vinagreta para la ensalada. Mientras coloco los matamosquitos en las tomas de corriente y embadurno de crema solar la espalda de mi hija y compro el pan. Pienso en lo obsceno que resulta disfrutar del verano cuando el horror no da tregua en ninguna estación. Pero también siento que es aún más obsceno no aprovechar la brisa, el sol, las tormentas, las caminatas, el agua fría, la siesta, la lectura sin prisa. Dejar pasar por una solidaridad mal entendida la oportunidad de este tiempo suspendido que es el verano. No podemos hacer gran cosa por el dolor de los demás –a dos o a 2.000 kilómetros– salvo saber estar ahí y echar una mano cuando hace falta y sirve para algo. Y ser conscientes de que pertenecer a la raza humana, en cualquier estación, a veces es tan difícil como ser un ventrílocuo en la radio.
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