Monólogos imposibles
Hambre de gol
Joan Barril
Ha dirigido el semanario 'El Món' y ha ejercido de columnista en diarios como 'El País' y 'La Vanguardia'. Actualmente presenta 'El Cafè de la República en Catalunya Ràdio'. En televisión dirigió el programa 'L'illa del tresor' junto a Joan Ollé en el Canal 33.
JOAN BARRIL
Tengo 44 años y todavía hay periodistas que hablan de mí como “exfutbolista”. ¿Cómo se puede ser exfutbolista? Desde los 11 años, cuando me apunté a la Escuela de Fútbol de Mareo, que soy futbolista. Después, cuatro temporadas en La Braña, hasta que el Sporting me metió en el filial a la espera de que llegara al equipo titular. Con una juventud así no se puede llegar a ser “exfutbolista”. Y así se lo demuestro a mis entrenados cuando me ven correr por el campo y comprueban que el balón es fácil cuando se le quiere.
Ahora me toca sacar oro del barro. El Barça se ha refundido y hay que decirles a todos los jugadores que se miren a los ojos y se ayuden mutuamente. Cuando hace poco entré de nuevo en el Camp Nou, me cayeron encima los mejores momentos de mi vida. Allí fue donde en mi último partido Rijkaard me dio juego hasta el minuto 56 solo para que los aficionados pudieran vitorearme y aplaudirme. Ahora he vuelto y no sé hasta que punto los mismos que hace años me aplaudieron van a seguir con el mismo cariño. Si mis chicos no lo hacen bien, veré el flamear de pañuelos en las gradas y deberé esconderme de esa prensa que considera que soy un “exfutbolista”. A veces pienso que a las aficiones también les convendría aprender a perder. Solo así viviríamos tranquilos y podríamos disfrutar con nuestro trabajo.
Porque este Barça ya no es el mismo de cuando lo dejé. Por los vestuarios y las miradas de los hinchas todavía se ve la silueta de Pep Guardiola y de campañas triunfales. Todo eso me lo perdí, porque por aquel entonces estaba en Roma intentando que uno de los dos equipos de la ciudad pudiera hacerse con el scudetto. Antes de acabar la Liga, ya se comunicó a la prensa que mi paso por la Roma se había acabado. Aquella noche paseé por la gran Via Sacra de los Foros Imperiales hasta el lugar donde empezaba la escalera del templo de Júpiter Máximo y recordé que a los antiguos generales romanos victoriosos se les ofrecía una ceremonía llamada “triunfo”. El general, montado en una cuádriga, recibía los vítores de los ciudadanos. Y, tras el general, un esclavo sostenía sobre su cabeza una corona de laurel mientras iba musitándole al oído: “Mira hacia atrás y recuerda que solo eres un hombre”.
Yo miré hacia atrás y le agradecí al fútbol todo lo que había hecho conmigo. Tal vez por ese agradecimiento me quité de encima la pesada carga romana y llegué a Vigo a dar felicidad a los vigueses.
A veces me miro al espejo y veo un hombre de sonrisa franca que sabe que las reglas del fútbol son siempre aleatorias. Con mis gafas deportivas y mi cuerpo bien cuidado me siento aquello que los antiguos llamaban un “primus inter pares”, el primero entre iguales. Veo correr por el campo al muchacho que yo fui en el Sporting y siento con ellos el hambre de gol. Dicen que un entrenador ha de tener autoridad en el vestuario. Pero yo les aporto algo más que autoridad. Les aporto autoridad moral.
Muy de vez en cuando, en el fondo del culín de un buen vaso de sidra, veo mi futuro trashumante. Hoy aquí, mañana allá, después regresar de nuevo. El buen entrenador ha de entrenarse consigo mismo. El buen entrenador es aquel hombre que asume las derrotas de los suyos y que sabe digerirlas en la soledad de las multitudes. Al fin y al cabo, la euforia o la pena del aficionado no dura más de un par de horas, porque la esperanza de la semana siguiente le confiere nuevos ánimos. Pero solo el entrenador sabe que frente a su gente hay otra gente que también está hambrienta de gol. Se puede ganar perdiendo. Cuando las cosas se hacen bien pero el contrario lo hace mejor, no hay lugar para la tristeza. Empiezo un año implacable en el que la gente quiere mirar hacia atrás, a los tiempos de Guardiola, sin querer reconocer que solo somos hombres pequeños en un campo demasiado grande. Por eso no río como antes. Es tiempo de reflexión y de un cierto misticismo. Los jugadores juegan y se despiden. Los entrenadores, en cambio, nos llevamos el dolor de las multitudes a casa. Y ahí se queda en las noches de plomo.
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