IDEAS

Educación cívica

BEATRIZ DE MOURA

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A finales de los años sesenta tuve la suerte de vivir un breve tiempo en Amsterdam, la ciudad más plana del mundo. Nos maravillaba poder circular a nuestro aire y gratuitamente por esa ciudad de cuento de hadas a la vez con una inmensa sensación de libertad y en la más estricta obediencia de las señales de tráfico. Los provos, en sus inicios grupos de pensamiento libertario, fueron los que lanzaron la idea y tomaron la iniciativa: pintaron sus propias bicis de blanco para diferenciarlas de las demás y las dejaban en cualquier lugar para que otros las utilizaran y así en adelante. También los forasteros, contagiados del civismo de aquellos jóvenes melenudos, aprendimos a ser civilizados. Mientras en España arrastrábamos aún un turbio e ignorante franquismo, los habitantes de Amsterdam hacían ya el aprendizaje de la convivencia cívica, base hasta hoy de todos los adelantos sociales que los holandeses alcanzaron desde entonces.

Barcelona, una ciudad con marcadas pendientes, instaló hace pocos años, con inmejorable acogida, su propio sistema ciclístico -pagant, és clar-. Pero los responsables en el Ayuntamiento olvidaron algo esencial que ha sembrado ya el caos y el terror en aceras y pasos de peatones. Olvidaron que esos ciclistas, de aquí y de hoy, carecen por completo de formación cívica y desconocen, la mayoría, las más elementales leyes del tráfico, por lo que a nadie debería extrañar que tengan al peatón por un ser inferior. De modo que no ha hecho sino empezar a lo bestia la batalla campal por el espacio vital que compete a unos y a otros. No hay nada que me guste más que pasear -y digo bien pasear- por mi ciudad. Me encanta patear la ciudad en el meollo mismo de sus centros neurálgicos. Por eso me preocupa que sus habitantes tengamos todavía comportamientos carentes de todo aquello que debería hacernos humanos entre humanos, eso que tienen ganado los holandeses desde hace más de cuarenta años y que nosotros aquí no sepamos ni de qué se trata.