Una vía catalana para la universidad

Catalunya debe decir qué quiere hacer con la libertad que reclama

DÍDAC RAMÍREZ

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El actual pleito sobre el encaje de Catalunya en España debe servir, más allá del resultado final del conflicto político, para convertirnos en un país mejor. El liderazgo que ha tenido históricamente el catalanismo en los ámbitos político, cultural e ideológico ha sido factible porque ha ido de la mano de la modernidad y de la calidad. Durante muchos años, catalanidad y catalanismo han sido sinónimos de europeísmo, civilidad y ambición. Vicente Cacho (1929-1997) contó muchas claves de esto en su trabajo El nacionalismo catalán como factor de modernización (Acantilado). Durante el primer tercio del siglo XX era inimaginable hablar de modernización y de sociedad avazada sin lo que representaba Catalunya. La Mancomunitat supo entroncar las aspiraciones nacionales con un programa de construcción y la apuesta por la cultura y el reforzamiento institucional. Recordemos lo que representaron la Biblioteca de Catalunya y el Institut d'Estudis Catalans, entre otros. También fue así en los años de la Generalitat republicana, durante la lucha antifranquista, en la transición y en los inicios de la Generalitat restaurada. El catalanismo solo triunfa cuando apuesta fuerte por la calidad y la consolidación institucional.

Una inmensa mayoría del pueblo de Catalunya, de sus ciudadanos, compartimos los mismos anhelos de plenitud. Seguramente, sin embargo, hay que pasar de una etapa de grandes afirmaciones a otra en la que se nos reclama llenar de contenido las aspiraciones nacionales. Hemos de  decir qué queremos hacer con la libertad que reivindicamos. Y en este encuentro la universidad debe tener un papel esencial. Una universidad que tiene garantizada, por mandato constitucional, su autonomía pero que sufre las consecuencias, como otras instituciones del país, de un sistema de financiación deficiente y que vive flagelada por los recortes presupuestarios.

La reforma constitucional del 2011 (artículo 135), según la que todas las administraciones públicas deben adecuar sus actuaciones al principio de estabilidad presupuestaria, sitúa el pago de la deuda y sus intereses como prioritarios sobre cualquier otro pago o gasto corriente. Este cambio, por un lado, representa la hegemonía de la restricción económica sobre las obligaciones o compromisos sociales, ideológicos, con la ciudadanía, con el servicio público; y por otro marca un estilo de gobierno donde se pierde diálogo y se busca la confianza de un dinero que por definición es cobarde. Confianza que se quiere apoyar en la socialización de las obligaciones o pérdidas económicas a partir de la supremacía de la ley de presupuestos sobre cualquier otra ley dictada con anterioridad o posterioridad por medio de la cláusula de «si las disponibilidades presupuestarias lo permiten». Resultado:  ningún derecho social, laboral, cultural, ninguna preferencia ciudadana puede esquivar esta restricción económica.

Los gobiernos catalán y español deberían entender que no podemos perder nuestros derechos por la inconsistencia de las políticas económicas que se alternan, hasta no saber cuál es el camino bueno entre una austeridad que acaba criticándose, una expansión que no se puede financiar o una distribución injusta de la financiación. La universidad pública tampoco ha escapado a esta inconsistencia y ve cómo se reduce su financiación pública, se retrasan convocatorias y se limitan las posibilidades de estabilización, promoción y relevo generacional, lo que tiene como consecuencia una fragilidad de la suficiencia financiera y la posibilidad efectiva de ejercer la plena autonomía universitaria.

En estos momentos de incertidumbre es bueno escuchar a todos los sectores sensibles del país. La universidad es uno de ellos, y tiene mucho que decir. Debe haber una vía catalana para la universidad. Como debe haberla para la escuela, para la sanidad, para los transportes públicos, para las relaciones laborales, etcétera. La queremos amplia, esta vía, pero sobre todo comprensiva de la importancia de dotar a los estudios superiores y a la investigación de nivel del potencial de recursos e internacionalización propios de un Estado homologable con los del resto de la Europa democrática.

En otro sentido, la universidad también puede contribuir a hacer más consistente el debate público sobre el futuro del país. A menudo observamos cómo los canales del diálogo entre los responsables políticos, los analistas y los opinantes discurren de forma sesgada y con una falta de reconocimiento de la posición del otro. Un mundo académico vigoroso, saludable, puede ser útil para dar grosor a la confrontación respetuosa de ideas y proyectos, siguiendo la estela de aquel gran rector de universidad que, en momentos mucho más trágicos que los nuestros, en un enloquecido 1936, apelaba, en el mejor espíritu universitario, a hacer posible una sociedad en la que el afán de convencer se impusiera siempre a la dinámica de vencedores y vencidos.