ARTÍCULOS DE OCASIÓN
El cuento de la monarquía
David Trueba
Director de cine
DAVID TRUEBA
Hace muy poco se reunieron todos los herederos de las monarquías europeas para celebrar el relevo en la Casa Real holandesa. El reparto era digno de un anuncio de leche, de esos donde todos los que la beben terminan por ser rubios, altos y poderosos. Tengo un amigo que sostiene que los anuncios de leche los diseñan nazis encubiertos, pero eso es otra historia. La foto de las monarquías ofrece una estampa optimista, y más ahora, cuando la crisis económica del continente ha puesto en cuarentena todo exhibicionismo de felicidad y confort. La aceptación de las monarquías en sus países oscila de manera caprichosa en función de simpatías, estridencias, accidentes y hasta fotos en 'topless'. La monarquía no admite una seria discusión, porque pertenece al territorio de los cuentos de hadas. Y uno no discute si 'La bella durmiente' o 'Blancanieves' son fieles a los hechos reales o le falta un poco de contexto social.
La monarquía es algo paradójico, en un mundo lleno de paradojas. En el caso español, el pinchazo de la burbuja que los mantenía al margen del escrutinio ha propiciado un caldo en ebullición. Casi cada semana se produce algún giro de la trama fea, que se equilibra con gestos de compensación. Desde aquel día en que se nos informó de que el Rey ya no mataría más elefantes no hay más que guiños de normalidad. El último, renunciar al disfrute del yate Fortuna. Pero la ventolera no tiene final, porque uno comienza por normalizar su conducta y acaba por cerrar el palacio y devolver las llaves al bedel. Estamos de acuerdo en que, a estas alturas, que un cargo sea hereditario por vía sanguínea es una excepcionalidad que no merece discusión. Enfrascarse ahí es baldío. Sería mejor fijarse en cómo esa costumbre decorativa se ha implantado en la gestión política, poblada de sagas familiares, donde la esposa o los hijos de los líderes dan el salto al poder refrendados por la sentimentalización de las urnas, ofreciendo una imagen de la democracia como una versión no monárquica de permanencia hereditaria en el poder.
La monarquía depende más que nada del acierto en la elección del reparto. Lo que en el cine llaman 'casting'. Los reyes ideales son como los actores de una película, y uno no se replantea en el minuto 20 si son los más adecuados para la trama. Los acepta o no. Está claro que podríamos elegir reyes, y a lo mejor proponer, como suele hacer un amigo mío, que el más adecuado sería Plácido Domingo, que posee ese perfil institucional elegante y mesurado, y además podría cantar arias escogidas en los actos conmemorativos. Y que la reina, por ejemplo, fuera Ana Blanco, que en un país cainita y sectario, donde cuando cambia el gobierno se nombra hasta un nuevo jefe de barrenderos más fiel al partido, ella prosigue incontestable al frente de las noticias desde hace 22 años. Pero ese proceso de casting funciona de manera invertida. Tenemos al actor, que viene por la línea genealógica, pero no tenemos aún el papel. Cada uno debe reinventarse, hacerse creíble, trasladar al espectador la comodidad de la aceptación. Depende del tiempo que le toca vivir y de los giros de la trama a los que queda expuesto. La monarquía es una ficción y, como toda ficción, para sobrevivir precisa del reparto adecuado, que te conduce por la historia sin replantearte el cuento.
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