Dos miradas
El resbalón de Murdoch
Cuando un adulto da un resbalón en plena calle, en el momento en que sus huesos conocen de primera mano la dureza del asfalto, no es extraño que se oiga la risa lejana de algún crío. Si el niño está bien educado y tiene algo de autocontrol, intentará sofocar la carcajada. Al fin y al cabo, pensará, caerse no es tan dramático. Él lo hace cada día. Y cuando se asusta, los mayores se dedican a trivializar el asunto. Le dicen que ya pasó todo -cuando la rodilla despellejada duele un montón- y le soplan un poco para aliviar el escozor. Y, de paso, le echan unos cuantos microbios en la herida. Pero cuando el tropezón lo observa un adulto, en su rostro se dibuja un gesto de alarma y corre a ayudar. Sabe el peligro que entraña una mala caída.
La inmoralidad deMurdochal fin ha dejado de tener gracia. Hasta que la opinión pública británica no se ha visto sacudida por la interesada utilización de la enfermedad de un niño o del secuestro de una niña y se ha vuelto contra el magnate, la policía y los políticos no se han decidido a plantarle cara.
Cuando los personajes públicos parecían el único blanco de un periodismo gansterista, sus tropiezos eran coreados por las carcajadas de la calle. Solo cuando los ciudadanos han comprendido que ellos también son víctimas de la falta de ética, han dejado de aplaudir las caídas ajenas. Una esperanzadora muestra de madurez. Al fin.
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