Los jueves, economía

Hablemos de deuda

La emisión de la Generalitat coincidiendo con el periodo electoral es altamente inconveniente

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ANDREU MAS-COLELL

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En el despliegue de la crisis, nos encontramos en un punto en el que los déficits fiscales se han convertido en una de las preocupaciones principales de la política económica europea. Los déficits, conviene advertirlo, no son malos por definición. Hay dos líneas de razonamiento que pueden justificarlos.

Por una parte, si una economía crece, podrá mantener un nivel moderado de déficit sin aumentar el peso de la deuda respecto al Producto Interior Bruto (PIB). Así será, por ejemplo, si la economía crece al 2%, la deuda es del 50% del PIB, y el déficit, el 1% de este. Con los niveles actuales de crecimiento de muchos países, esta justificación tiene poca fuerza.

Por otro lado, tenemos la posición keynesiana, fundamentada en la hipótesis (multiplicador) de que, en una situación sin pleno empleo, el gasto de un euro público induce un gasto adicional en consumo privado, con los efectos reanimadores sobre la economía (y la recaudación tributaria) que lógicamente le siguen, aunque con cierto retraso.

El debate ha girado sobre el valor del multiplicador y sobre si este es suficientemente elevado para compensar los intereses que habrá que pagar para financiar el déficit. Una doble percepción de que el valor del multiplicador es bajo (tal vez porque la propensión a ahorrar aumenta ante la incertidumbre creada por la propia crisis) y de que los posibles inversores en la deuda pública del país en déficit pueden visualizarlo como permanente (por más que se les insista en que es transitorio) y reclamar rentabilidades muy elevadas como premio de riesgo, han llevado a que la política fiscal de corte keynesiano se demostrara inviable.

Primero fue Grecia. La situación estructural griega era desastrosa, aunque en términos absolutos se trataba de un problema pequeño en relación con Europa. Pero como era nuevo, la trastornó. Al final, Europa reaccionó como debía, y también lo hizo una Grecia que ha tenido al menos un viento a su favor: la crisis de deuda soberana estalló con un nuevo Gobierno sólidamente instalado y limpio de responsabilidad en su generación. El Gobierno ha podido, por tanto, dibujar perspectivas a largo plazo y, hasta ahora, ha conseguido inspirar confianza.

Después vino la crisis del mes de mayo, que desde aquí podemos ver a lo sumo centrada en la deuda del Reino de España, pero que, de hecho, era de mucho más calado. Si la reacción, afortunadamente positiva y masiva, de Europa se produjo no fue por una simpatía especial hacia los meridionales, sino porque detrás podían seguir los países centrales de Europa. Todos tienen sus debilidades.

También entre nosotros se reaccionó como se debía al encajar el golpe y tomar las medidas necesarias. Tanto el Gobierno del PSOE como CiU, y solo ellos, estuvieron a la altura de las circunstancias que Europa y nuestros propios intereses pedían.

En la galerna de la crisis, la racha de viento de la deuda soberana no se ha disipado. El diferencial de tipos de interés en favor de Alemania se mantiene muy vivo. Y vemos también las dificultades de Irlanda y de Islandia. No sería nada raro que el próximo episodio se centrara en la deuda regional y local.

Este episodio a nosotros nos afectará. En primer lugar, porque las previsiones del Presupuesto de la Generalitat para el 2010 incluyen una cantidad elevada, y sin precedentes, de emisión de deuda nueva (entiendo que de unos 8.000 millones de euros, algo más del 25% del gasto previsto). No es la mejor situación en la que encontrarse cuando el viento sopla fuerte.

En segundo lugar, porque parte de esa deuda se está emitiendo ahora mismo y la superposición con el periodo electoral es altamente inconveniente. O bien esa deuda debería haberse colocado hace algunos meses o bien las elecciones se deberían haber convocado antes, a fin de que el nuevo Gobierno pudiese encarar la situación con tranquilidad, con firmeza y, sobre todo, con credibilidad para los próximos cuatro años.

Ignorar este aspecto a la hora de decidir la fecha de la convocatoria electoral, llevándola al límite, fue una irresponsabilidad que pagaremos literalmente cara.

No conozco las características del procedimiento que se está preparando, basado, al parecer, en la distribución al detalle de la deuda. Por lo tanto, no puedo juzgar si es una buena idea. Ahora bien, si pasa a ser un hecho, entonces permítanme decir que compraré: el tipo de interés es muy interesante (para mí como ciudadano particular, no para la Generalitat, para esta lo es muy poco), y la seguridad, absoluta.

Catalunya es fuerte, el próximo Gobierno será serio y los ingresos fiscales que deberán corresponderle, así como una política racional de gasto, harán posible que, sin duda, el crecimiento de la deuda de la Generalitat se estabilice a un nivel claramente por debajo del doble de los ingresos fiscales. No es lo ideal, pero, llegados a este punto, la situación será plenamente manejable. Catedrático de la UPF y presidente de Barcelona Graduate School of Economics.