El último Van Gogh

OLGA MERINO

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El sol se desplomaba cruel sobre las mieses. Aturdido por el calor y los efluvios de trementina,Vincent van Goghse descerrajó un tiro en el pecho con la pistola que empleaba para espantar a los cuervos cuando pintaba sembrados. Era domingo, el 27 de julio de 1890. "Son inmensas extensiones de trigales bajo cielos turbulentos, y no he tenido que esforzarme para tratar de expresar la tristeza, la soledad extrema", escribió en esos días.

El museo Thyssen-Bornemisza de Madrid exhibe los últimos paisajes que pintó el artista holandés en Auvers-sur-Oise, donde se refugió después de que le dieran el alta en el manicomio de Saint-Rémy. Como si presintiese que el final estaba cerca, se zambulló en una actividad febril: en apenas dos meses produjo 72 pinturas, 33 dibujos y un aguafuerte. Un grupo de turistas japoneses contempla extasiado un campo de trigo con las gavillas coloreadas de amarillo azufre, con empaste grueso y curvas toscas. Borrones sin forma, energía sin contenido. No parece que el suicidio fuera premeditado: cuatro días antes había escrito a su hermanoThéopidiéndole materiales para trabajar. ¿Qué pájaro negro aleteó en su cabeza antes de que apretara el gatillo?

En un fugaz y humilde segundo puede agazaparse el infinito. En ese segundo de eternidad conviven las zapatillas queAlfonsina Stornidejó junto a la orilla antes de que se la tragara el mar y la puerta del horno donde otra poeta,Sylvia Plath,metió la cabeza. Un segundo es la marca olímpica, el espermatozoide que fecunda el óvulo, el pie sobre el freno, el avión que se va. En un segundo cabían también una sonrisa y la palabra que no dijimos a tiempo.