Opinión | Obituario

Juan Cruz

Juan Cruz

Periodista y escritor

Ramon Masats, un modo de ser

El fotógrafo Ramón Masats, en Valladolid en 2007

El fotógrafo Ramón Masats, en Valladolid en 2007 / Ricardo Suárez / Archivo

Bastaba verle, su barba, su bigote, los ojos guardados tras unas gafas que parecían desmesuradas, su boca llamando al escepticismo, para saber que Ramon Masats, aquel gran fotógrafo, era un escéptico sobre todas las cosas, excepto en lo que tenía que ver con la fotografía. 

Fue el retratista de los sueños literarios del Miguel Delibes de Castilla, de sus paisajes y de sus misterios tranquilos, como hechos de tierra y de llanura, y de Ignacio Aldecoa, de aquel Aldecoa que, desafiando el futuro que negó el boxeo, hizo de este deporte no sólo literatura sino materia para que un hombre como Masats organizara la estética de un libro que Lumen convirtió en un emblema de los grandes retratos de este catalán que acaba de morir a los 92 años. 

Él le dijo a Manuel Morales, que le entrevistó varias veces para 'El País', que de todo lo que fotografió, y en cierto modo pintó, es decir, fijó para la historia, lo único que le sobró fue un retrato que le hizo a Franco. En aquellos años (aquellos años fueron una multitud de años malos y requetemalos, para el arte y para la vida, de exilio y de penuria) cualquiera caía en esa culpa, que era tan solo el tributo de un artista a vivir aquí. 

Masats tenía, a mi parecer, el alma de un anarquista catalán de los que habían sido burlados, en su entusiasmo artístico, en su manera de ser, por la presencia abrumadora de una dictadura. Y con ese retrato que repudiaba fue, como tantos antes y después de él, como Salvador Dalí, por ejemplo, víctima del encargo que no se podía disputar. Pero toda la obra de Masats, todo lo que pintó retratando, expresa la voluntad de hacer de lo que hizo historia de la fotografía. Hizo paisaje, retrato, memoria, hurgó en todas las zonas de la vida para que lo anónimo y lo sobresaliente tuvieran la misma dignidad, y convirtió su escepticismo en parte de la mirada.

Lo fui a ver varias veces a su estudio en el Barrio Blanco de Madrid. Ya llevaba bastón, me pareció al principio que por coquetería; hablaba como si estuviera deseando no hablar, y más bien le bastaban sus ojos para explicarte lo que ya había hecho. Por él hablaba la fotografía. De esos ojos me quedé con la cara entera: el pelo blanco, enmarcando la barba, la frente, las gafas haciéndolo parte del paisaje de la casa, hasta que se levantaba y entonces ya era, andando, el hombre cansado que parecía una más de sus fotografías.

Luego hablaba, ronco, hacía memoria. Delibes y Aldecoa eran algunos de sus sujetos favoritos; como ellos dos, sobre todo como el castellano, hizo del escepticismo un modo de contemplar el paisaje, como algo que sólo se entendía cuando que veías la última soledad de los pueblos, esa raya en la que el horizonte es un desvanecimiento. Del deporte al que lo acercó Ignacio Aldecoa le importó el lado humano, no aquel en el que la fuerza explica quién gana, o quién acaba en la lona, sino esa zona de estupor que exhiben los que se van a entrematar. 

Ese trabajo lo mantuvo al rojo vivo hasta que se cansó. Él era la verdad un hombre que parecía para siempre cansado cuando lo conocí. Fue reconocido con el Nacional de Fotografía, sus obras residen en el abrazo del Reina Sofía y en el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo. Tengo que rebuscar mucho en mi memoria para recordar, en su memorable modo de ser esquivo, una sola muestra de egocentrismo. Fotografiaba lo que había delante, lo que le interesaba. No era como aquellos vanidosos que se ven retratados cuando pintan a otros, un autor de su ego. Era un maestro, como le decía José Manuel Caballero Bonald, y en ese sentido, aplicado a la fotografía, un poeta. Hasta lo que retrató de Franco aparecía diluido por la nube, como si el artista estuviera diluyendo al gobernante que más daño le hizo al paisaje animado del país en el que mandó tanto. 

Se fue Masats, pues. Su huella es un retrato inteligente, y sensible, del país que vio. 

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