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Crítica de 'Dune: Parte 2': segundo viaje por el planeta Arrakis

Así es el fascinante universo de Dune de la A a la Z

El actor Timothée Chalamet en 'Dune: Parte 2'

El actor Timothée Chalamet en 'Dune: Parte 2' / Warner Bros.

Quim Casas

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'Dune: Parte 2'

Director: Denis Villeneuve

Intérpretes: Timothée Chalamet, Zendaya, Javier Bardem

Año: 2024

Estreno: 1/3/24

★★★

La segunda parte del ‘Dune’ de Denis Villeneuve arranca en las dunas del desierto, el punto neurálgico del planeta Arrakis. La acción empieza allí donde terminaba el primer filme y concluye con un plano de Chani, la guerrera Fremen encarnada por Zendaya, que es la puerta abierta al tercero. Villeneuve ha logrado lo que no pudo hacer David Lynch, y con tres o más películas puede desplegarse de una manera más lógica y comprensible todo el vasto y mitológico universo descrito por Frank Herbert en sus novelas.

 Villeneuve puede hacer todas las comparaciones posibles entre los clanes Fremen y las reverendas madres con los poderes y fanatismos religiosos, sean del signo que sean pese a las arenas del desierto y los ropajes que nos pueden hacer pensar en las culturas musulmanas. ‘Dune: Parte 2’ incide en las creencias sobre líderes, profecías y mesías, el culto a la personalidad en definitiva, y en esto la evolución del personaje central del relato, el joven Paul Atreides, es bastante clara, así como las prestaciones de uno de los jefes de los Fremen, Stilgar, personaje obsesionado en todo tipo de creencias. Todos los intérpretes repiten y evolucionan. Ya hay menos ingenuidad en Timothée Chalamet como Paul y más fanatismo en Javier Bardem en el papel de Stilgar.

Entran en escena otras figuras relevantes que no habían tenido espacio aún en el primer filme, como el emperador y su hija, la princesa Irulan, y sobre ellos cae todo el peso de las manipulaciones políticas para hacerse con el poder o, simplemente, conservarlo. Villeneuve consigue equilibrar multitud de pequeñas situaciones, a partir de una sola trama esencial, y diversidad de personajes, aunque siempre les ganarán la partida los gusanos de arena. Las apariciones de las singulares criaturas, puro movimiento de color terroso y orificios dentados como bocas, domadas como si fueran caballos salvajes o la ballena Moby Dick, siempre otorgan un plus. Ocurría en la versión de Lynch de 1984, en el primer ‘Dune’ de Villeneuve y en esta segunda entrega.

Sin llegar al delirio que pudo haber sido la película de Alejandro Jodorowsky de haber conseguido financiación, con una configuración de los diversos planetas de Dune marcadamente opuesta, e incluso música de bandas de rock ácido o cósmico diferentes para ilustrar cada uno de esos planetas –se habló de Pink Floyd y Magma, entre otras bandas lisérgicas y ‘prog rock’–, Villeneuve contrasta bien los dominios de Arrakis, o la fusión de arena y especia, con los del clan Harkonnen, o la mezcla de oscuridad y líquidos putrefactos. Tendente a cierto manierismo, concibe toda la parte del duelo en un símil de coliseo romano entre tres prisioneros Fremen y el favorito del clan, el Feyd Rauth que interpreta Austin’ Elvis’ Butler, en una suerte de ballet en blanco y negro, ya que entonces el hábitat de los Harkonnen está marcado por la aparición de un sol negro.

Si ‘Dune’ va a dividirse en tres actos, en tres filmes, la primera de las películas nos habría presentado a un ingenuo Paul, la segunda evolucionaría dramáticamente hacía un personaje mesiánico y vengativo –situado entre dos polos, el que le ofrece Chani y el que le otorga su madre, Lady Jessica, la figura ambivalente por excelencia de la historia– y la tercera lo catapultaría al poder que quizá nunca ansió, pero que la historia de Arrakis le demanda. Todo mostrado con cierta contención y una vistosidad que no reniega del gran aparato de producción sin convertirlo en el máximo reclamo del filme.