Opinión | Obituario

Vicenç Villatoro

Vicenç Villatoro

Escritor y periodista.

Joan B. Culla, el rigor y la pasión

El historiador Joan B. Culla.

El historiador Joan B. Culla. / XAVIER GONZALEZ

En la muerte de Joan B. Culla i Clarà (Barcelona, 1952), dramáticamente anunciada, dolorosamente prematura, todas las voces han coincidido en que ha sido una persona muy influyente en la vida del país, intelectualmente respetada y muy reconocida y querida. En esta constatación han participado personas que hemos sido amigas y cómplices en muchos debates, pero también otras que han discrepado o se han confrontado. Lo relevante es que esta consideración tan ampliamente favorable no la consiguió Joan B. Culla siendo el portavoz de nadie más que de su pensamiento y de sus convicciones y sin ejercer ningún otro poder que el que le daban sus palabras. Joan B. Culla ha logrado ser conocido, reconocido, admirado, influyente y querido a través del ejercicio riguroso de su profesión de historiador y de profesor y de la expresión de sus opiniones sobre el presente a través de los medios, como articulista o tertuliano.

La relevancia y la influencia de Joan B. Culla nace precisamente de la capacidad de sumar con eficacia perfiles que raramente aparecen juntos: historiador riguroso y tertuliano comprometido, profesor didáctico y articulista contundente, sabio erudito y al mismo tiempo polemista temible o divulgador eficaz. Hay personas que logran, y es mucho, sintetizar conceptos como estos, aparentemente contradictorios, que podríamos resumir en rigor y pasión. La gran virtud de Joan B. Culla fue no quedarse a medio camino, sino ser a la vez ambas cosas hasta el fondo. Y serlo desde la coherencia y la libertad. Joan B. Culla dijo siempre lo que pensaba, sin reparos. Y al mismo tiempo había penado todo lo que decía, nada era eco ni repetición, mucho menos consigna.

Como historiador, Joan B. Culla deja publicaciones de un extraordinario rigor y precisión sobre los grandes temas de la política catalana, española y universal contemporánea. La política le apasionaba. Le apasionaba en la historia: lo sabía todo, todo podías consultarle. Y le apasionaba también en la actualidad, la del presente. Tenía opiniones firmes, fundamentadas en profundas convicciones. Lo era sin duda su catalanismo vivencial, popular, heredado familiarmente, solidísimo. Lo era también el espíritu democrático, el amor a la libertad, el respeto a la civilidad, al orden y las formas. Lo era su europeísmo, hijo de la militancia en la ilustración occidental. Realizar libros de gran rigor sobre el pasado y opinar sobre temas de actualidad en los medios no eran dos cosas desconectadas. Creía que no se puede entender el presente sin saber sus raíces históricas. Pero entendía también que no te puedes mirar la historia como si estuvieras fuera.

Escribía desde estas convicciones. Pero las convicciones no eran las que dictaban sus libros de historia. Como era evidente su catalanismo, muchos se sorprendieron por su tesis sobre el republicanismo lerrouxista, escrita con rigor y documentación y que no cuadraba con muchos de los tópicos que han acompañado a este movimiento. Era evidente su simpatía por el pueblo judío y su convicción en el derecho de Israel a existir, pero su historia de 'Israel, el somni i la tragèdia', no es ni un panfleto ni un largo artículo de opinión sino uno de los mejores manuales escritos en cualquier lengua sobre el conflicto de Oriente Próximo. Lo mismo puede decirse de sus estudios sobre la derecha española o sobre Esquerra Republicana o sobre un montón de cuestiones a la vez de historia y de política catalana e internacional. Muy a menudo en un tándem provechoso con su buen amigo Borja de Riquer. Vivía sus convicciones apasionadamente, pero las convicciones no ahogaban nunca el rigor. Y la voluntad de rigor no le convertía en un analista por encima del bien y del mal. El rigor se le notaba enseguida. La pasión la disimulaba, pero estaba allí. Sin necesidad de muchos decibelios. Complementaria con el hambre de conocimiento y la erudición enciclopedia.

Para quienes hemos podido estar a su lado desde la amistad y la complicidad, tratar a Joan B. Culla ha sido un privilegio, porque lo podíamos amar y admirar a la vez. Y esto no siempre ocurre. Amar por su pasión humana, por su pulcritud de pensamiento y de obra. Admirarle por su rigor profesional, porque cuando él daba un argumento, le acompañaba la solidez de un pensamiento ordenado e informado. Cuando a principios de los años ochenta, Max Cahner buscaba a personas entonces jóvenes que renovaran el pensamiento catalanista, para hacerlo más competitivo en el mundo de la academia y de los medios de comunicación, los que nos encontramos -entonces cada semana comíamos juntos con Pilar Rahola y Albert Viladot- intuimos una especie de liderazgo moral en Joan B. Culla. En aquellos encuentros de los años ochenta, Joan lanzó la llamada a practicar un catalanismo desacomplejado. Viniendo de él, era una palabra de orden del todo creíble: porque la sabiduría, la erudición, la transparencia, el rigor y la pasión de una persona como él superaban cualquier tentación de acomplejamiento. Joan B. Culla ha ejercido sus virtudes y sus convicciones desacomplejadamente durante toda la vida, hasta la muerte que se nos lo ha llevado demasiado pronto.

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