Crítica de 'El reino animal': hacia el fantástico luminoso

Hay películas de género fantástico que crean un mundo propio, con su propia iconografía y sus propias reglas. Hay otras que se mueven en un terreno realista y van condicionando o pervirtiendo poco a poco lo real con elementos extraños. Y luego hay propuestas como 'El reino animal', una película asombrosa por la convicción y la belleza con las que cruza lo real y lo sobrenatural, por cómo funde ambas cosas hasta hacernos creer durante dos horas que jamás existieron por separado. Pocas veces vemos propuestas con un diseño de producción y una dirección artística como los de 'El reino animal'.

No hay tantas películas recientes de género con el nivel de perfección formal de lo nuevo de Thomas Cailley ('Les Combattants'), entendiendo esa perfección tanto a un nivel técnico como en relación a la confianza absoluta, incluso obsesiva, de su director en la capacidad del cine para recrear las imágenes más extrañas que nos invaden. Ese es uno de los puntos fuertes de 'El reino animal', que habla de la relación entre un padre (Romain Duris) y su hijo adolescente (Paul Kircher) en un mundo en el que los humanos han empezado a mutar en distintas especies animales. El otro es, en tiempos de fábulas oscuras y siniestras, su apuesta por un fantástico bondadoso y luminoso para abordar desde otro lugar algunos de los temas que definen el cine de fantástico del presente, como la transformación y lo monstruoso.