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Lea uno de los cuentos de 'Biografía del fuego', lo nuevo de Carlota Gurt

La autora y traductora catalana (1976) debutó en 2021 con su primera novela, 'Sola'. Ahora regresa con esta compilación de relatos en torno a la incertidumbre y la fugacidad de las relaciones humanas

Literatura catalana: 10 novedades de la 'rentrée'

La escritora Carlota Gurt.

La escritora Carlota Gurt. / EPC

Carlota Gurt

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Hace poco que se conocen —semanas, unos meses— pero han alquilado un coche y dicen que se van a la costa. Parece fácil. Autopista, la pausa en las garitas de peaje naranjísimas —el tiempo justo para meter la lengua entre los labios del otro y arrancar de nuevo—, carreteras, la llanura de un verde despampanante, el azul escaso y lastimoso que se vislumbrará entre los grises del muestrario de nubes. Es invierno y la luz es más blanca.

Al final del trayecto, una casa o una masía, quizá un desván reformado, las paredes serán de piedra, eso seguro, y en su interior, una chimenea negruzca los esperará con ganas de quemar las naves. Ella, que es química, sabe que una acumulación excesiva de hollín puede provocar un incendio.

Pero todavía están en un túnel, el más largo del cinturón de la circunvalación. Hay tráfico. Es el último día del año y todo el mundo, liberado durante tres o cuatro días del yugo del trabajo, se apresura a huir de la ciudad, de la misma manera que los perros se desfogan correteando por el prado los diez minutos que su amo los deja sueltos. 

La procesión de vehículos se detiene en seco. Al fondo palpita una sirena azul que mancha las paredes sucias del túnel. Un accidente, una avería, un pelotón de policías trastornados que bloquean las salidas de la ciudad. Bocinas e impaciencias.

Y un petirrojo se posa en el capó. Los mira con ojillos como balines a través del parabrisas, haciendo micromovimientos con la cabeza, torciéndola ligeramente, como nosotros delante de un cuadro que no sabemos descifrar. No debe de pesar ni veinte gramos. Medio croissant. O menos. Un halcón se lo zamparía de un bocado. Quizá se ha metido en el túnel huyendo de un halcón. O quizá sea un petirrojo intrépido que se ha hartado del tedio de la vida silvestre. Da unos saltitos hacia el cristal para verlos mejor. Quizá, además, sea miope.

Los dos especímenes de ciudad lo contemplan maravillados. A los humanos nos inquieta cómo se mueven los pájaros, a sobresaltos, sin fluidez, como si les faltaran fotogramas. O como si les sobraran. Pero ellos dos, intoxicados con el suflé del amor, interpretan la visita animal como un buen augurio para el año que estrenarán mañana y para su historia recién comenzada. Ella le pone la mano en la rodilla:

"Ellos dos, intoxicados con el suflé del amor, interpretan la visita animal como un buen augurio para el año que estrenarán mañana y para su historia recién comenzada"

—¿Abrimos la ventanilla, a ver si entra?

—¿Cómo quieres que…? —pero pulsa el botón.

Bzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzz.

El petirrojo alza el vuelo.

—¡Oh! —exclaman al unísono.

Lo siguen con la mirada, va derecho hacia la pared; justo antes de estrellarse, vira y se dirige hacia la de enfrente. Pádel aviar. Los extractores tubulares del techo rugen, las paletas giran y giran. Turbinas que aspiran el aire viciado del túnel; el aire y todo lo que se les ponga por delante. Ay, si el petirrojo… Chac-chac-chac, albóndigas de pájaro miope. Y si no son las turbinas, se lo cargará el dióxido de nitrógeno. 

—Pobrecillo, no sabe cómo salir de aquí —dice él.

—Si ha sabido entrar, sabrá salir.

—Mmm… No sé, de pequeño me perdí en el Museo de la Ciencia y no habría encontrado la salida aunque me hubiera ido la vida en ello.

—Ajá —dice ella mientras continúa acariciándole la rodilla en círculos, una bola adivina hecha de carne en vez de cristal; la cola no avanza—. ¿Y cómo es que te perdiste?

—Fuimos a una exposición. Dinosaurios. Yo alucinaba, claro: fémures de dos metros, mandíbulas de Rex, y mis padres bastante tenían ya con controlar a las gemelas.

—¿Son más pequeñas que tú?

—Sí, y eran tremendas. Cuando me di cuenta de que no veía a mis padres, me quedé clavado donde estaba. Mi madre siempre me decía: "Si un día te pierdes, no te muevas del sitio". Como si supiera que me perdería. Pensé que tal vez era una de las pruebas. De pequeño creía que el mundo era una pantomima que habían montado solo para mí, para ponerme a prueba, ¿sabes?, que un ser superior me observaba y que si lo hacía todo bien me dejarían pasar de pantalla.

—Delirios narcisistas desde la infancia. Interesante —dice con tono de diagnóstico, fingiendo que toma nota en la palma de la mano con un bolígrafo invisible. Le planta un beso sonoro, muac—. Tengo que decirte una cosa —añade, muy seria.

Él se pone tenso:

—¿Qué? Dime.

—Yo también soy una prueba. Me ha enviado Dios para ver qué pasa si me haces el amor a todas horas.

—Qué boba. —Y se ríen—. El caso es que no me moví ni un milímetro. Estaba delante de un panel con textos y aves dibujadas, y una de las frases se me quedó grabada, debí de leerla cien veces mientras esperaba a que me encontraran: "Actualmente, hay unas 10.000 especies vivientes de dinosaurios, conocidas como pájaros". Al otro lado de la pared de cristal pasaban volando las palomas, y a la izquierda tenía los dientes de una mandíbula terrorífica, y me vinieron a la mente las gaviotas que veíamos en verano, con esa mancha roja que tienen en el pico, como de sangre, gaviotas carnívoras. Gaviosauros. Me cagué de miedo y justo cuando mi madre me…

—¡Mira, por fin, ya tiramos! —exclama ella mientras pone primera y arranca—. ¿Y el petirrojo?

Los dos lo buscan.

—Tú concéntrate en el carril, no vayamos a estamparnos contra el de delante.

Al cabo de unos metros:

—¡Ahí!

El petirrojo continúa revoloteando de un lado a otro. Adelantan a una ambulancia fosforescente mientras el personal sanitario cierra el portón trasero. A su lado, el camión de bomberos y un Clio carbonizado.

—¿Crees que hoy nevará?

—Bah, seguro que no, siempre que lo dicen acaba siendo un chasco. Pero estaría bien, ¿eh? Que nevase y nosotros achicharrándonos delante de la chimenea.

—Pon la radio, a ver qué dicen.

Y sin darse cuenta, esperando la previsión meteorológica, entre noticias políticas y otras aberraciones, ya han llegado a la autopista. Se deslizan por la aorta del país; coches circulando como glóbulos rojos, nudos viarios que ni invocando a la Trinidad son capaces de evitar las embolias diarias, la válvula mitral de los peajes. El sistema cardiovascular de una civilización anémica.

Sobre sus cabezas, una bandada de pequeños dinosaurios huye hacia climas más templados. No vaya a ser que los sorprenda la nevada. ¿A qué temperatura se congela un animal?, se pregunta él. Una bolsa de aire ártico empujada por vientos huracanados podría irrumpir de repente y hacer bajar en picado las temperaturas, provocar un descenso de diez o quince grados en cuestión de minutos. Un montón de dinosaurios congelados caerían del cielo. Como pollos asados, pero al revés. Señales apocalípticas.

En la radio dicen que el frente frío traerá nevadas en todo el país —¡anda ya!— y hablan del temporal como si fuese una persona. Inocencio. Mira que ponerle nombre de papa, ha dicho él. Y ella:

—Suerte que tendremos chimenea.

Son las dos pasadas. Contaban con comer en el pueblo, pero el atasco les ha estropeado el plan. Él propone parar.

—¿No prefieres seguir?

Él insiste, se hará tarde y quizá los restaurantes estén ya cerrados.

—¿Tú crees? Si no serán ni las tres y media.

—Es que tengo hambre —le confiesa.

—¿No serás como los críos, que tienen berrinches si no comen?

Sí, cuando tiene hambre, se pone de mal humor. Hangry, lo llaman los ingleses; lo sabe y por eso siempre tiene preparada la explicación científica sobre la bajada de glucosa en sangre y las hormonas:

—¿Sabes qué son los neuropéptidos?

Menuda idea, preguntarle eso a una licenciada en química.

Y no, no nieva. De momento.

A pesar del menú rápido en el área de servicio, ya son las cuatro cuando suben al coche. Ya conduzco yo, dice él. Ponen cara de felicidad adormecida.

—Ahora te comería el coño.

—Y yo me dejaría.

Se besan y arrancan.

En la garita de peaje se les acerca alguien. Entre treinta y treinta y cinco, delgada, gorro verde botella con borla, chaqueta de piel y una mochila cara.

Ella baja la ventanilla. La desconocida sonríe; los colmillos solapados le dan un aire sexi, un toque vampírico. Sonríe tanto que parece que quiera presumir de dentadura.

—Perdonad. Me he quedado tirada. Voy hacia el Ampurdán. ¿Podríais llevarme?

Ah, por eso sonreía tanto.

Ellos se miran. Pongámosles nombre, que ahora serán tres y no queremos malentendidos: Alondra y Mirlo se miran. Pero llevan tan poco tiempo juntos que aún no saben comunicarse con la mirada. A ella le parece que los de él dicen que sí. A él le parece que los de ella dicen que sí. Balbuceos, cejas que suben y bajan, sonrisas. Y Corneja se sienta detrás.

"Llevan tan poco tiempo juntos que aún no saben comunicarse con la mirada. A ella le parece que los de él dicen que sí. A él le parece que los de ella dicen que sí"

—¿Adónde vas exactamente? —pregunta él.

Y resulta que va al Bajo Ampurdán, no al Alto, como ellos.

—¿Te va bien si te dejamos en la salida seis? —dice Alondra.

—Croaj-croaj —responde Corneja.

—¡Pues claro que sí! Podemos ir por Torroella y dejarte en el pueblo. Tampoco daríamos tanto rodeo, ¿no? —propone Mirlo.

—Supongo que sí —dice Alondra, y se vuelve para mirar a la pasajera con detenimiento—. Oye, perdona que te lo pregunte, pero ¿cómo te has quedado tirada aquí en medio? Hacer autoestop en la autopista está prohibido y, claro…

—¿Quién ha hecho autoestop? ¿Habéis visto algún dedo, algún cartelito? Hemos hablado y nos hemos entendido, ¿es eso hacer autoestop?

—Bueno, ya sabes a qué me refiero…

—Supongo que sí —repite Corneja.

A ver si va a ser un loro y no una corneja.

—Así pues, ¿cómo…? —insiste Alondra.

—Me he peleado con… ese. Y he bajado del coche. A veces se me dispara la vena teatral.

—Ah, ¿eres actriz? —interviene él.

—Uy, no, no. Solo soy la dramaturga de mi vida. Con eso ya tengo suficiente: un estreno cada día. Ya sabes. Y vosotros, ¿adónde vais?

Le hablan de la casa con chimenea, de salir de la ciudad, alguien dice una frase poco original criticando las fiestas de fin de año, y Corneja sonríe tanto que las mejillas están a punto de reventarle.

—¿Y ahora qué planes tienes? Mal día para cabrearse con el novio… —dice Alondra, que sigue girada para estudiarla.

—Yo no he hablado de ningún novio. Ni novio ni autoestop. Sobreinterpretas las cosas.

—Puede que sí. —Y se vuelve hacia delante.

—Nos enrollamos hace cuatro días. Y ahora, en pleno atasco, me sale con que si estás segura de que pasemos la Nochevieja en casa de esos amigos tuyos. ¿Te lo puedes creer? ¿Ahora? Haberlo dicho antes, imbécil.

Después se quedan los tres callados. Fuera, el río de asfalto se abre paso por campos y arboledas peladas, tras el ramaje se insinúan colinas lejanas. Es un paisaje sobrio y descolorido que roza la desolación de la estepa rusa. El cielo, que es ya de un gris sospechosamente níveo, aguanta inmóvil sobre sus cabezas, amenazando con abatirse sobre la tierra, listo para arremeter en cualquier momento. Dentro del coche, solo el motor y el rumor continuo de los neumáticos erosionándose.

Ahora podrían pinchar. Empezaría a nevar fuerte, con unos copos grandes, escamas de cielo que enseguida inutilizarían la calzada. Se detendrían en el arcén con los cuatro intermitentes encendidos y se quedarían atrapados en la autopista. Tendrían que pasar la última noche del año con la desconocida, llenando los silencios con banalidades y aguantando su sonrisa y sus impertinencias ocasionales. Tendríamos buenas escenas de tensión. Se comerían el ibérico que llevan en el maletero y se beberían el cava a temperatura ambiente; el alcohol podría propiciar alguna revelación imprevista o un arrebato de furia descontrolada. Y quizá Alondra de madrugada, o al día siguiente, una vez los hubieran rescatado, le reprocharía a él que hubiera accedido a llevar a la desconocida, y él diría: ¡Pero si fuiste tú!

La verdad es que ninguno de los dos sabe muy bien por qué la están llevando. En realidad, la culpa de todo la tendrían el atasco y los neuropéptidos, que les han desbaratado los planes. Quizá sería el primer malentendido, el primer punto de inflexión de una historia de amor que acaba de empezar y ya fracasa. Pero más vale así. Mejor fracasar a los pocos meses que no estar quince años fracasando a cámara lenta. Y entonces tendríamos un cuento sobre la fragilidad del enamoramiento. Podríamos poner una imagen de chimeneas sepultadas bajo la nieve. Y habría que hacer algo con los pajaritos, claro. Matar a uno quizá. Esto siempre es efectista: matar animales. Mira a Chéjov, si no.

Pero si el final fuera ese, la historia sería otra y, además, sería falsa, porque el enamoramiento no tiene nada de frágil. Hacen falta toneladas de dinamita para cargárselo.

"El enamoramiento no tiene nada de frágil. Hacen falta toneladas de dinamita para cargárselo"

El caso es que los tenemos a los tres metidos en el coche, mudos desde hace rato. Observan una bandada de pájaros que forma dibujos en el aire.

—Estorninos —dice él por fin.

—También podrían ser tordos —objeta la desconocida.

—Puede —dice Alondra.

—Cuando lo de Chernóbil, prohibieron cazar y comer tordos. Estos vienen de allí. O de la tundra siberiana. Tordos con salsa agridulce de granadas, se ve que están riquísimos.

—Ah, qué interesante —dice él.

Y Alondra salta: 

—¿Habéis oído hablar de los hortelanos? —Y sin esperar respuesta, prosigue—: Dicen que son exquisitos. En Francia han prohibido cazarlos, pero Mitterrand…

—Menudo hijo de puta. ¿Sabéis lo que les hacen para engordarlos? —la interrumpe la desconocida—. Les arrancan los ojos para que no sepan si es de día o de noche y que así coman sin descanso.

Lo ha dicho sonriendo; quizá, mirándolos, piensa que enamorarse es eso, algo que te deja ciego y te empuja a devorar sin descanso. Hasta que te despluman y te meten en una cazuelita con armañac.

Y el silencio vuelve a instalarse dentro del coche, como una capa de nieve. Los segundos, copos de tiempo que caen ligeros, helados, catastróficos.

Hasta que se detienen en la gasolinera, justo después de Torroella. Mirlo entra para pagar antes de repostar.

—No hace mucho que estáis juntos, ¿verdad? —Esta es Corneja.

—Piiiii-pío-píiiooooo.

—Sí, se os nota. Pero él…

—…

—…

—¿Él qué? —pregunta Alondra.

—Nada, nada, olvídalo, son cosas mías. Qué pelo más negro tienes, qué envidia, yo siempre he tenido este castaño sin personalidad. —Y con un gesto despectivo agarra un mechón que le cuelga sobre los hombros.

—Eso va como va, no te quejes, tú tienes unos ojos verdes preciosos. Pero ¿qué ibas a decir antes?

—Nada, mujer, nada —Mirlo sale de la tienda guardándose la cartera y empieza a llenar el depósito—. Pero ¿puedo hacerte una pregunta?

—Sí, claro.

—No te quiero incomodar, ¿eh?, es pura curiosidad.

—Que sí, venga, dispara.

—Ay, es que me da cosa… —Corneja se hace de rogar.

—Vaaa.

—…

Mirlo cuelga la manguera en el surtidor.

—Dilo, coño —se impacienta Alondra.

—También te gustan las mujeres, ¿me equivoco?

Alondra pone cara de sorpresa. Pone cara de haber mordido una tarta de fresa que resulta que sabe a remolacha. Alondra aborrece la remolacha. Y ahora no puede escupirla.

—Pero ¿qué…? Tú…

Mirlo abre la puerta.

—Hace un frío que pela, tías.

—Yo no veo ninguna tía por aquí —dice la desconocida con su eterna mueca sonriente.

—Anda, siéntate y pongámonos en marcha, tío —lo vacila Alondra, y le daría un beso, pero delante de la otra no se atreve, no le gusta la idea de que alguien los vea besándose.

Al poco rato, se internan en el pueblo, ella les va indicando. Derecha-izquierda-izquierda, ábretequeesunacurvamuycerrada, yacasiestamos. Desde la carretera parecía un pueblecito de nada, una mancha de casitas pulcras, pero una vez dentro, dejan atrás calles y callejones, y ahora una urbanización sobre una colina, y un bosque de casas de piedra, una plazoleta con unas gradas de obra. Las chimeneas escupen humo y por las ranuras de ventilación se cuela el olor de la leña quemada. Ya no falta mucho para llegar a su chimenea. Gorjean con solo imaginárselo. Aunque ella, en el fondo, no para de preguntarse si los propietarios la habrán mandado limpiar; no es fácil encontrar deshollinadores competentes. Su cerebro científico no puede descartar la hipótesis trágica del hollín prendiendo. Le viene a la cabeza la historia de ese grupo de adolescentes que murieron por culpa de unas estufas de butano. Qué triste.

Y Corneja, que ya estamos. Pero no. No están. ¿Les está tomando el pelo, o qué? De repente, a Alondra le da la impresión de que vuelven a pasar por la misma casa que hace un rato. Bueno, aquí todas las casas se parecen. Se parecen, pero no tanto. O sí. Le entran ganas de hacer pis. Todo son cruces y giros y yallegamos, mientras hablan de la nieve, que sigue sin caer:

—Era el día de Carnaval —dice la desconocida que ya no es ninguna desconocida.

—¡En el 83! —exclama él.

—Pero ¿tú cuántos años me echas? Que yo en el 83 ni había nacido, chaval. Recuerdo la imagen como una película de zumbados de Fellini: los niños disfrazados de indios y payasos, la tontaina de la clase ataviada de princesa y aquel desgraciado al que habían vestido de zanahoria, todos desfilando por las aceras blancas de la ciudad como una procesión de enanos dementes. Aquí, a la izquierda. Dentro de mi cabeza lo veo en silencio, aunque seguro que chillábamos de emoción, claro, pero en mi recuerdo hay un silencio absoluto, y los movimientos no son del todo fluidos, es un recuerdo grabado en Super-8. Ahora sí que llegamos. Yo iba de pierrot de las narices. Le había dicho a mi madre que quería ir de arlequín, y como no encontró ningún disfraz de arlequín, va la mujer y me encasqueta el de pierrot. Es como querer disfrazarte de puta y que te endilguen un hábito de monja. Allí delante, esa luz —dice por fin.

—¿Puedo entrar para ir al baño? —suplica Alondra.

—¡Pues claro! ¡Vaya pregunta! Como si queréis pasar aquí la noche. ¿Queréis? Tienen chimenea.

Alondra declina la invitación tímidamente, quizá demasiado tímidamente. ¿Por qué?, debe de querer saber él, que se apresura a responder:

—No, no, diría que esta noche preferimos estar solos. Pero muchas gracias por la invitación.

Ellas entran en la casa, una casa de piedra de tantas, una masía pequeña con la fachada repicada. Al poco, sale la casi desconocida, sola:

—No sé cómo agradeceros el favor. Muchas gracias —le dice a Mirlo poniéndole una mano en el hombro.

—Quizá dentro de tu cabeza nos recordarás mudos y será un favor en Super-8.

Y se ríen. —Dudo mucho que olvide esa voz tan bonita que tienes —grazna Corneja.

—Ah… —No sabe qué decir.

—Pues nada, yo me quedo aquí, y vosotros, hala, para vuestra chimenea. —Y le guiña un ojo—. Ay, cuando te enamoras, ¿verdad?… Qué cosas…

Y en un impulso, él saca el teléfono:

—Te hago una perdida para que tengas nuestro número, yo qué sé, por si tienes que volver a Barcelona o lo que sea.

Alondra ya regresa del baño refregándose las manos. Se despiden, se dan dos besos, los labios de Corneja rozan la comisura de los labios de ella. Error de cálculo o desvío deliberado. Alondra clava los ojos en el suelo, pero todo son sonrisas. Adiós-adiós, y la mano por la ventanilla también diciendo adiós.

"Alondra clava los ojos en el suelo, pero todo son sonrisas. Adiós-adiós"

—¿Y ahora cómo coño salimos de aquí? —dice Mirlo.

Y ella abre el navegador. Destino: chimenea. Pero el móvil no tiene cobertura. El icono de búsqueda gira y gira sin detenerse.

—Nos hemos liado trayéndola hasta el culo del mundo. Mira qué hora es ya —se queja ella—. Pero, bah. Tenemos la cena. Y el fuego. Y te tengo a ti. —Fuera empieza a anochecer—. Para.

—¿Que pare? —pregunta él, desconcertado.

—Para.

—¿Aquí en medio? ¿Cómo quieres que…?

—Pero ¿quién va a pasar por aquí? Para, venga.

Y ella se le echa encima y le mete la lengua dentro. Le agarra la nuca de toro. Un pájaro con cuello de toro, dónde se ha visto eso.

—Ya está. Sigamos.

Él se ha quedado algo descolocado con ese instante de voracidad y una erección que le ha cogido por sorpresa, pero arranca.

—Entonces, ¿ya sabes por dónde tenemos que tirar?

Pero no, no lo sabe; el teléfono se empeña en no mostrarles el camino. Así que avanzan a ciegas con la confianza algo desinflada. La carreterita se va estrechando y, de repente, ya no está asfaltada. Deberíamos dar la vuelta y volver a la civilización. Y él, que no, que mira, aquí mismo hay un grupo de casas. Y pío-pío, tiiiit-tit.

Hace media hora que dan vueltas. Cada cinco minutos, tenemos algún beso ansiolítico y una mano en la rodilla, frota que frota la bola adivina de hueso y de sangre.

"Hace media hora que dan vueltas. Cada cinco minutos, tenemos algún beso ansiolítico y una mano en la rodilla"

—Me siento un poco tonto, perdido en medio de la nada. No puede ser tan complicado, ¿no?

Debaten si volver, pero temen que a oscuras podrían tomar una bifurcación equivocada, y en lugar de ir a parar al principio, todavía se liarían más. Están de acuerdo, más vale seguir adelante: ya no pueden tardar mucho en llegar a un lugar civilizado.

—¿Te imaginas tener que pasar la noche en el coche? —dice Mirlo.

—¡Anda, no digas disparates!

Y por fin se pone a nevar, el cielo cayendo a trozos, el cielo derrumbándose, la chimenea cada vez más lejos, o más cerca, ni lo saben, porque cuando te pierdes ya no sabes si te alejas o te acercas. Quizá tendrán que reservar para otro día la follada imaginada, que crepitaría como la leña, los cuerpos chisporroteando, y conformarse con una follada real y desesperada para dejar de sentir el frío y la rabia de haberse perdido como dos idiotas.

Cuando los caminos se vuelvan intransitables, considerarán la posibilidad absurda de seguir a pie. O, de repente, un móvil tendrá cobertura y llamarán a los bomberos, o a Corneja —¿y tú por qué tienes su teléfono?—, y al punto los rescatarán, aunque quizá no, porque el país, ya se sabe, siempre se colapsa con las nevadas. O dejará de nevar enseguida y pronto encontrarán una carretera asfaltada, quizá incluso hayan ido a parar justo a la chimenea soñada y podrán reírse toda la noche, quién sabe si toda la vida, de la angustia que han pasado. Podrían suceder tantas cosas.

Se les podría acabar la gasolina. O un búho podría posarse en el capó y los escudriñaría con unos ojazos hambrientos, como si ellos fueran ratones de campo, y no pájaros. Como si un búho fuera capaz de devorar a un dinosaurio. Y podrían delirar de frío y oír al búho ululando palabras: "Si un día te pierdes, no te muevas del sitio. Ya te lo decía tu madre. No hay peor ciego que quien no quiere ver. Un pájaro sordo es pájaro muerto si no puede anticiparse a los depredadores".

Pero besos. Eso seguro, se besarán sí o sí. Se besarán con lengua.

Hasta podría ser que las circunstancias les hubieran salvado la vida de la chimenea enhollinada que se habría incendiado y los habría calcinado mientras dormían. Pero no lo sabrían. Encima, no lo sabrían, y se quejarían de la nieve y de la desconocida.

¡Tantas posibilidades, tantos futuros!

Y mira que parecía fácil. Autopista, la pausa en las garitas de peaje naranjísimas —el tiempo justo para meter la lengua entre los labios del otro y arrancar de nuevo—, carreteras, la llanura de un verde despampanante. En invierno la luz es más blanca, sí, pero las noches también son más negras.