Crítica de teatro
Crítica de 'Lali Symon' de Sergi Belbel en el Teatre Romea: el club de la tragicomedia
El director escribe una comedia entre la vida y la muerte, con Emma Vilarasau estrenándose como actriz de 'stand up comedy'
Manuel Pérez i Muñoz
Periodista.
Los cuidados han dejado de ser un asunto doméstico, casi un tabú, para pasar al primer plano de la sociedad y del teatro. Victoria Szpunberg lo plasmó hace poco en 'El pes d'un cos' en el TNC, catarsis sobre una hija atenazada por la enfermedad de su padre. En diciembre, Josep Maria Pou nos mostró en 'El pare' el drama de un hombre consumido por el alzheimer. También en el Romea, el tándem formado por Sergi Belbel y Emma Vilarasau acaba de presentar 'Lali Symon', curioso artefacto narrativo que apela a la empatía de los dramas cotidianos.
De entrada es una fórmula original. Vilarasau pide a Belbel un texto basado en una experiencia personal y el resultado es un traje hecho a medida, una obra pensada para una gran intérprete, como se hacía antiguamente con las estrellas teatrales. Fruto en forma de tragicomedia sobre una actriz que se hace cargo de su madre enferma, con la dificultad añadida de compaginar una exitosa carrera artística con los cuidados. De ahí emerge la monologuista Lali Symon (homenaje a pioneras del humor como Joan Rivers), una armadura pública detrás de la que se esconde Joana, una mujer superada por las circunstancias.
Una resueltísima Mont Plans pone toda su reputada vis cómica al servicio de la madre enferma, personaje cuya socarronería estira la trama hacia la comedia y, al mismo tiempo, es el motor del drama con su decadencia. Completa el trío protagonista la hija y nieta, que interpreta Júlia Bonjoch, joven por independizar que arrastra la precariedad propia de su edad. Y así transcurre la obra, entre monólogos directos al público de la estrella televisiva –más cercanos al mitin 'woke' que al humor costumbrista habitual de 'El club de la comedia'– y el contraste de la intimidad del sofá de casa donde yace la dependiente. El hiperrealismo que consiguen los diálogos es, al mismo tiempo, el gran aliciente que engancha y un lastre, porque al final se estiran las escenas hasta el límite de unas tramas algo predecibles.
Astuto, Belbel se reserva un as en la manga. Mediante los monólogos de Lali Symon se lleva hasta el límite el juego de espejos entre realidad y ficción para, justo después, soltar una arenga contra el teatro confesional en primera persona, ataque a la autoficción. Pirueta inesperada, cuanto menos, que Vilarasau ejecuta con una entrega y generosidad dignas de elogio. Una actriz que rompe la cuarta pared para confesarse mirando cara a cara a su público. Da igual si se trata de Lali, de Joana o de la propia Emma, ese es el truco.
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