Crítica de libros
Crítica de 'Un caballero a la deriva', de Herbert Clyde Lewis: soledad, muerte y sentido del humor
Recuperación de una joya publicada originalmente en 1937 donde el autor neoyorquino ahonda en la condición humana con altura y sentido del humor
Mauricio Bernal
Periodista
Hace un grande favor a la literatura la editorial Periférica al rescatar esta joya publicada por el malogrado Herbert Clyde Lewis cuando apenas tenía 28 años. En 1937. Malogrado él porque murió a los 41 años ahogado en deudas y alcohol, como explica la solapa del libro. Joya ella porque es de esas excepcionales obras que en pocas páginas ahonda en la condición humana con precisión, altura y sentido del humor. No sobra ni falta nada en esta magnífica pieza literaria, amena y profunda a la vez. Preclara sería el adjetivo.
‘Un caballero a la deriva’ -se agradece la respetuosa traducción del título original, ‘Gentleman overboard’- es exactamente eso: la historia de un caballero a la deriva. Henry Preston Standish, licenciado en Yale, corredor de bolsa en Nueva York, esposo y padre de dos hijos, un ufano neoyorquino con la vida solucionada -vive cómodamente en un apartamento de Central Park West-, se entrega un día al impetuoso deseo de aventura y se embarca en un viaje en barco a Hawái. A la vuelta, cuando la embarcación se dirige a Panamá, resbala en la cubierta y cae al océano Pacífico. Es de madrugada, está solo y nadie se da cuenta. Cualquier otro gritaría desde el primer segundo, gritaría como un poseído para que lo rescataran, pero Preston Standish es un caballero enseñado a mantener en toda circunstancia la compostura, y gritar es perderla, de modo que apenas lo hace, y cuando se da cuenta de su estupidez ya es demasiado tarde. El barco se aleja y lo deja abandonado en medio de la inmensidad.
Y esa es la historia: un hombre dejado a su suerte, enfrentado a la muerte en medio de la nada. Pero no cualquier hombre: un caballero, un ‘gentleman’, alguien que primero considera lo ridículo que lo dramático de su situación. Qué vergüenza, parece decir. “Y ahora ahí estaba, en esa situación absurda, y el ‘Arabella’ alejándose cada vez más”. Es el toque cómico, que el autor desliza permanentemente y que logra distraer de la enorme tragedia que supone estar ahí, en medio del mar. Como cuando el personaje sopesa quitarse la ropa para aligerar el peso, pero vaya: se da cuenta de que lleva unos calzoncillos indecorosos, y qué poco caballero sería ser rescatado de esa guisa.
Se ha dicho siempre que la muerte es la experiencia solitaria por antonomasia: puede estar el moribundo rodeado de dolientes en su cama de enfermo, pueden sus seres queridos sujetarle la mano por turnos, su vivencia levanta ante el mundo una barrera infranqueable. Es de lo que trata, en parte, esta novela, y no hay metáfora más acertada que la de un hombre solo, preguntándose si ha llegado su hora en medio del Pacífico. Clyde Lewis subraya hábilmente esa soledad al relatar lo que ocurre en el barco mientras Preston flota, piensa, rememora y espera: incluso cuando se han dado cuenta de su ausencia y han dado la vuelta para rescatarlo, los pasajeros siguen como si nada, o en fin, prácticamente como si nada. “La cena de esa noche a bordo del ‘Arabella’, servida puntualmente a las cinco, fue un gran éxito”. El náufrago lo intuye: sabe, como sabremos todos en el momento final, que nuestra muerte no tendrá el menor impacto en el curso de las cosas. El mundo seguirá girando, como si nada.
Estamos solos, nos dice Clyde Lewis. Cada uno perdido en medio de su propio océano.
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