Crítica de teatro
'Les amistats perilloses': la lengua de los enredos
Carol López estrena en el Lliure la versión teatral de este clásico del libertinaje, con Mónica López en un brillante papel protagonista
Manuel Pérez i Muñoz
Periodista.
No sabemos que tendrá el Lliure que atrae las polémicas como un imán. La última la ha provocado Carol López cuando explicó que en su nueva obra el catalán era la “lengua del poder”. En realidad, más allá de los acaloramientos tan propios de las redes, no hay controversia donde rascar. La directora siempre ha mezclado lenguas en sus piezas y la nueva adaptación de 'Les amistats perilloses' no es una excepción aunque se sitúe en la Francia del XVIII.
Sus dos sibilinos protagonistas se comunican entre ellos en castellano, la intimidad de la relación epistolar del original se impregna del acento cadencioso y seseante de Gonzalo Cunill, quien da vida al maquiavélico Valmont, más cercano a la sofisticada versión cinematográfica de John Malkovich que a la de Colin Firth. Su maléfica 'partenaire' es la Marquesa de Merteuil, cómplice en sus urdiduras que interpreta Mónica López en su faceta más decidida y resuelta, que desborda literalmente los límites del escenario y del teatro en un final de antología.
Más cine, porque la propuesta recuerda en algunos momentos la 'Marie Antoinette' de Sofia Coppola con sus abundantes anacronismos que saltan del rococó al rock contemporáneo, lámparas de araña que dan paso a las bolas de espejo de las discotecas, y algún azucarado número musical que encajaría en 'La La Land'. Un guisado peculiar, pero que sorprendentemente cuaja dentro del espíritu irreverente del libro de partida. Permanece el retrato de la decadencia intelectual y las costumbres ociosas prerrevolucionarias, un tratado sobre la fina línea que separa las altas y las bajas pasiones.
Chispeantes diálogos
Seduce de entrada la adaptación teatral que se ha marcado la López directora porque ha sabido transformar las cartas en chispeantes diálogos llenos de enredos. Vuelta de tuerca a los personajes para dar un aire más empoderado a la ultrajada Cécile, rol que Elena Tarrats lleva obediente de la ñoñería al arrebato; o la virtuosa Madame de Tourvel de Mima Riera, que traza un arco muy rico de la virtud hasta su caída entre las sombras. Y aunque Marta Pérez aún consigue colar algún gag de soslayo, el resto del reparto queda atrapado en la tendencia al trazo grueso, a simplificar una novela construida con imbricada sutilidad que no acaba de despegar en matices y dobles sentidos.
El cinismo se moderniza, se viste de miriñaque pero con gafas de sol (certera caracterización de Nídia Tusal). La amoralidad galopante de los libertinos choca con la lectura del presente: ahí está tal cual la violación de una menor que golpea en lo políticamente correcto. Para que luego digan que impera una nueva era censora y puritana.
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