Opinión | La caja de resonancia

Jordi Bianciotto

L'Hospitalet, la obstinada frontera mental

A los barceloneses aún les cuesta ir a un concierto o un evento en territorio metropolitano, y esa reticencia histórica contrasta con la vivacidad creativa del segundo municipio catalán, cuyo emergente Distrito Cultural inspira el documental ‘L’Hospitalet, simfonia d’una ciutat’

Actuación en la sala Salamandra de L'Hospitalet

Actuación en la sala Salamandra de L'Hospitalet / Salamandra

Los promotores de conciertos saben que, al probo ciudadano barcelonés, residente en la estricta área municipal (los 101 kilómetros cuadrados), cuando se le convoca en una sala situada en otro término administrativo, frunce el ceño. Eso, si es que llega a tener noticia del evento (lo más probable es que no). Ya puede haber una boca de metro a cuatro pasos: poco parece importar. Es como si un concierto en L’Hospitalet o en Badalona no computara, a todos los efectos, como un concierto en Barcelona. En la Barcelona metropolitana, claro.

Pero cada vez hay más vida articulada a cierta distancia del paseo de Gràcia, y con ella, actividad artística palpitante como la que contiene el Distrito Cultural de L’Hospitalet, bautizado en 2014 y en el que hoy conviven 500 creadores y una treintena de equipamientos, salas de conciertos incluidas. Un tejido que ha cambiado el destino de viejas naves industriales y talleres. Cuenta su historia un revelador documental, ‘L’Hospitalet, simfonia d’una ciutat’, de Joan López Lloret, por el que asoman experiencias muy diversas: de un escenario con solera, de la red de Cases de la Música, como es Salamandra (que se instaló en la avenida del Carrilet en 1996), o tres calles más allá, la aventurera asociación El Pumarejo, nacida en Vallcarca, desalojada de Barcelona y que vive, o lo intenta, del voluntariado y los micromecenazgos.   

El documental, que se estrenará el viernes en el Auditori Barradas, de L’Hospitalet (y se emitirá el día 14 en ‘Sense ficció’, de TV3), evita la foto color de rosa y desliza dudas en torno al fantasma de la gentrificación. El aviso lo pone el barrio de Shoreditch, en Londres, donde murales con grafitis y talleres de artistas aportaron un aura bohemia muy atractiva para profesionales liberales que han acabado apoderándose de la zona, disparando precios y aniquilando aquello que un día los llevó hasta allí. Quizá sea posible transformar sin pervertir.

Pero lo que ocurre en el Distrito Cultural (y cercanías) no interpela solo a los ciudadanos de la segunda urbe de Catalunya, sino a todos los barceloneses. Como las programaciones del teatro Joventut, el Espai Zow1e, The Void o L’Oncle Jack, escenarios de la gran Barcelona, ese elefante plantado en la habitación. Las distancias mentales perviven, pero la cultura, y la música, pueden ser regeneradoras y contribuir a acortarlas. También para evitar que cualquier día un fenómeno como el del rapero Morad, síntoma de tantas cosas, nos explote en la cara sin saber cómo ha sido.

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