Crítica de libros

Crítica de ‘Piedra, papel, tijera’: un diagnóstico crudo del espacio postsoviético

La sombra de la muerte, el azar gélido y la violencia atraviesan de parte a parte esta docena de cuentos del escritor ruso, que compagina las letras con el ejercicio de la medicina.

Escritor ruso Maxim Osípov

Escritor ruso Maxim Osípov / Joan Mateu Parra

Olga Merino

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A veces se da la peculiar alquimia de que el escritor compagina las letras con el ejercicio de la medicina, mixtura de la que han brotado frutos incandescentes, también en la literatura rusa. Mijaíl Bulgákov, por ejemplo, cuyos cuentos recogidos en ‘Morfina’ beben de su experiencia como médico rural en la provincia de Smolensk. Y Vasili Aksiónov, quien pintó en la novela ‘Una saga moscovita’ un fresco imponente de lo que supuso el siglo soviético. Y, por supuesto, el maestro Antón Chéjov. Se produce una electricidad rara en estos doctores escribientes, como si al auscultar a los enfermos a través del estetoscopio, al escuchar la mecánica del corazón y el fuelle de los pulmones, absorbieran asimismo el susurro de lo esencial de la vida, el ritmo del metrónomo, aquello que de verdad importa. Este es el caso también de Maxim Ósipov (Moscú, 1963), cardiólogo en el hospital público de Tarusa, a un centenar de kilómetros de la capital rusa, quien ya nos sorprendió hace unos años con ‘El grito del ave doméstica’, y remata ahora el embrujo con ‘Piedra, papel, tijera’ (Libros del Asteroide / Club Editor), una gavilla de cuentos escritos entre 2009 y 2017.

Si el autor de ‘El jardín de los cerezos’ y ‘Las tres hermanas’ captó como nadie la Rusia de provincias —su comezón, su bostezo— en las décadas previas al estallido revolucionario de 1905, Ósipov realiza un diagnóstico preciso e implacable del espacio postsoviético, de los individuos desnortados que lo pueblan, de ciudades y lugares en manos de gente «nerviosa», no por maldad, «sino porque ha conseguido el poder por medio del robo». Realiza el autor un grabado de la Rusia contemporánea a punta de buril y otras herramientas de corte chejoviano, como la vis tragicómica de las situaciones o la evanescencia del narrador cuando conviene. También la simpleza engañosa. La hiperrealista atención al detalle. La compasión. La economía de medios. Las tramas cuya dirección poco importa, pues el foco incide en las múltiples capas y contradicciones de los personajes. Y la melancolía de unas vidas con la dosis justa de esperanza para seguir adelante; un personaje secundario escribe en una carta: «Nos reunimos: charlamos o callamos, y ya no importa si la vida ha sido provechosa o no. A veces pienso: ¿puede ser que hayamos sido felices?».

Escritura en el hueso

Frente a la seguridad roma, frente a la chatura de horizontes que ofrecía la Unión Soviética a sus ciudadanos, ahora la sombra de la muerte, el azar gélido y la violencia atraviesan de parte a parte esta docena de cuentos; en uno de ellos, el titulado ‘Un hombre del Renacimiento’, un oligarca observa la vida «festiva, inútil, parasitaria» a través de la mira de su escopeta, y dispara, desde lo alto de su apartamento, a una chica que acaba de salir del conservatorio, a quien desconoce, solo porque sí, para aliviarse de sus frustraciones, para suicidarse después.

Escritura en el hueso. Precisa como el tajo del cirujano. El retrato de unas vidas al pairo, expectantes en la grisura.

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