TEATRO
Crítica de ‘M’hauríeu de pagar’: el precio de la soledad
Jordi Prat i Coll despliega todo su potencial como director y dramaturgo en su elogiada pieza que ahora repone la Sala Atrium.
Manuel Pérez i Muñoz
Periodista.
Comienza la obra y escuchamos a Guillermina Motta catando ‘La soledat’. Pensamos que Jordi Prat i Coll –director en creativa onda expansiva– nos ofrecerá su perfil más musical y popular, el de éxitos como ‘Els Jocs Florals de Canprosa’ y ‘Requiem for Evita’. Pero no, en su vertiente como dramaturgo se nos muestra ahora sombrío en los retratos y austero en su representación (sin apenas escenografía o cambios de luces). ‘M’haurieu de pagar’ contiene tres monólogos sobre la soledad, tres confesiones de personajes desencajados y expuestos a un mundo que lo mercantiliza todo, incluso la revelación de los sentimientos más profundos.
‘Tres cuadros para una anunciación’, título de la visita que realiza la protagonista del primer texto, una guía de arte en horas bajas que confunde la autoría de la Mona Lisa. Más que un lapsus, su confusión es un error de sistema, la punta de un iceberg bajo el que se esconde un compendio de fracasos sentimentales. Su profesión es una oportunidad para llenar el texto de lecturas artísticas, como si Prat i Coll se hubiera contagiado de la potencia simbólica del dramaturgo Antonio Tarantino después de dirigir sus ‘Vespres de la Beata Verge’. Àurea Márquez dibuja una mujer sencilla, sus tics y su atonalidad expresiva conducen, tras un largo ‘in crescendo’, a una catarsis de lecturas freudianas.
La segunda parte presenta a un joven modelo artístico de cuerpo perfecto, un Adonis de pueblo injertado en la ciudad. Hay en su relato una vibración nocturna muy koltesiana, desarraigo urbano como en ‘La noche justo antes de los bosques’. En el ocaso de su candidez, su belleza lo condena a ser objeto, lo enfrenta a la sordidez del mundo. Francesc Cuéllar zigzaguea con inteligencia por los contrastes emocionales de su personaje, por la desnudez total de cuerpo y alma, postura nada fácil para un actor.
Y otro gran intérprete, Albert Pérez, se muestra profuso en matices y gestos en la pieza final, la breve historia de un pianista cuyas manos enfermas pronto dejaran de tocar. La tercera revelación crece como una epifanía musical, un hilo de esperanza que conecta con la belleza última, Brahms. Es el colofón para un texto caudaloso que ha encontrado la energía justa en los intérpretes. La reposición de ‘M’haurieu de pagar’ era de justicia tras su estreno en junio. Un montaje así merece una generosa exhibición.
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