El libro de la semana
Crítica de 'Furia', de Clyo Mendoza: el desierto eterno
De la primera novela de la mexicana no se sale indemne porque la autora ha marcado su escritura con la búsqueda de lo esencial
Ricardo Baixeras
Crítico literario
Doctor en Humanidades (Teoría de la Literatura y Literatura Comparada). Autor de 'Tres tristes tigres y la poética de Guillermo Cabrera Infante' (Universidad de Valladolid)
Autora de dos poemarios ('Anamnesis' y 'Silencio', libro por el que obtuvo el Premio Internacional de Poesía Sor Juana Inés de la Cruz en 2017), la primera novela de Clyo Mendoza (Oaxaca, México, 1993) destila la fuerza imperativa de lo sombrío, lo espectral, el doble y la muerte.
Es esta una novela imposible de reducir al peso de la trama porque el texto navega por un radical cuestionamiento de la realidad y del propio artefacto literario gracias al constante cambio del punto de vista sobre el que pìvotan unas historias fragmentadas y repetitivas -por momentos imperiosamente inconexas- que obligan a que el lector se pregunte a cada momento qué está leyendo: ¿poesía?, ¿ficción?, ¿ensayo sobre la verdad paranoica y los estados alterados de conciencia?, ¿tratado de mitología arcaica?, ¿todo eso a la vez?
En una primera instancia leemos el cadáver de un niño, la guerra eterna, la historia olvidada en la noche de los tiempos de unos atroces asesinatos, la disidencia de unos personajes que huyen de lo establecido (llámese a eso hombre, mujer o animal), leemos las vidas de Juan y Lázaro que notan cómo la muerte les "crecía como una idea parecida a la del horizonte largo, desértico", leemos el sentido sangrante de lo maternal en mujeres que creen estar embarazadas cuando solo anidan el sentido de un vacío, leemos de qué modo los muertos andan "construyendo una sombra", leemos la vida de Cástula, la de Salvador, María y Daniela. Lo que aúna todas esas historias rotas es el espacio del desierto en unas voces que recuerdan a lo que Rulfo consiguió en sus cuentos gracias al pulso de una oralidad arquetípica y que le permite a Mendoza aglutinar las cinco partes de la novela: 'La idea del cuerpo', 'Anatomía de una sombra', 'El cuerpo anagramático', 'El otro de sí mismo' y 'Autopsia'.
En una segunda, 'Furia' muda a violencia desgarrada por el deseo y la locura, los dos grandes temas que atraviesan todo el texto. Mendoza consigue así delinear unos personajes anclados por el discurso amoroso de una memoria atávica que no pueden recordar porque es una memoria que observa las leyes del miedo, del pecado, de lo sagrado, de lo onírico, de la soledad, del tiempo (que nunca cura), de la angustia, de la culpa (que ni se olvida ni se perdona) y de la desesperación en una poética altamente irracional.
Con ecos del William Faulkner de 'Absalón, Absalón' y del Cormac McCarthy de 'Meridiano de sangre', Mendoza recrea un lenguaje repetitivo y vuelve a narrar personajes y escenas que se pierden y se retoman en un sustrato que se diría antropológico. De 'Furia' no se sale indemne porque la autora ha marcado su escritura con la búsqueda de lo esencial que la lleva a través de un tiempo muy antiguo y que, extraña y paradójicamente, conduce al lector a un laberinto muy moderno donde el espacio de lo desértico y la eternidad de lo que deseamos son una misma cosa.
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