Hotel Cadogan (39)

'Los muertos': una epifanía nocturna y dublinesa

Navona publica nuevas traducciones del relato de James Joyce

ICULT FOTOGRAMA DE  DUBLINESES  (JOHN HUSTON  1987)

ICULT FOTOGRAMA DE DUBLINESES (JOHN HUSTON 1987)

Olga Merino

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Como buena irlandesa, la chica que se encarga del almidón nos lleva locos con las supersticiones. Trae buena suerte ponerse las medias del revés, dice, y suele abrir todas las ventanas a un tiempo para que los espíritus circulen a su antojo, con lo resfriadoras que son las corrientes. Encima, a la que te descuidas, va echando monedas de cobre en los bolsillos de mandiles y levitas, y si la sorprendes in fraganti, se excusa sonriendo: «Para el barquero, para el barquero...». Ya ven, como si aquí, en el Hotel Cadogan, no supiésemos del tráfago viajero de los vivos y de los muertos. Aunque traviesa, la tenemos en inmensa estima: nadie deja como ella las camisas de los huéspedes.

Nora, que así se llama la planchadora, anda en estos días con la mata de pelo rojo suelta, contra su costumbre de trenzársela, para festejar la publicación, a cargo de Navona, de uno de los mejores relatos de todos los tiempos: 'Los muertos' ('The Dead', en el libro 'Dublineses'), de su paisano James Joyce. Se ha incluido en la colección 'Los Ineludibles', encuadernada en tela (aquí somos de morro fino), con traducciones excelentes al castellano y al catalán, de Nuria Barrios y Elisabet Ràfols–Sagués, y prólogos de John Banville y Sebastià Alzamora

Lo efímero de la vida

Pocos finales literarios habrá tan logrados, bellos y reflexivos como el de 'Los muertos', una historia aparentemente sencilla que arrastra verdades profundas y contundentes como los acantilados de Moher. El relato se desarrolla a principios del siglo XX, en Dublín, una ciudad todavía provinciana, de medio pelo, paralizada por un miedo intangible, que atufa «a cenizas y malas hierbas y casquería». Como cada año, las señoritas Morkan organizan una cena navideña en casa con viejos amigos y su sobrino, Gabriel Conroy. Todo transcurre como siempre —los valses, el ganso, el vaso con los tallos de apio, el discurso— hasta que, en la despedida, la esposa del sobrino, Gretta, se turba hasta las lágrimas por una canción que le recuerda el amor perdido en la juventud. Es entonces cuando estalla la «epifanía», la revelación que Gabriel atrapa como una minúscula luciérnaga en la noche: lo efímero de la vida, las sombras que seremos. «Mejor adentrarse audazmente en el otro mundo, en la gloriosa plenitud de una pasión, que irse apagando y marchitando tristemente con el paso de los años».

También nos robó el corazón la versión cinematográfica de John Huston (1987), la despedida del gran maestro.