EL LIBRO DE LA SEMANA

Crítica de 'Lo que queda de luz': artificios para sobrevivir

Tessa Hadley

Tessa Hadley

Olga Merino

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Con alguna displicencia, un crítico británico adjetivó en su día de «bajo octanaje» las novelas de Tessa Hadley (Brístol, Reino Unido, 1956) por los escenarios que suele frecuentar en ellas; esto es, la clase media de blancos acomodados y edad madura, con su aburrimiento, renuncias e hijos crecidos, con sus veladas hogareñas entre copas de vino y conversaciones salpicadas de sarcasmos. Pero, si bien la levadura parece previsible, la harina puede, en según qué artesa, fermentar en un destello de luz cruda que golpea el espejo de lo que somos. La maestría en la disección de las relaciones humanas, sus sombras y recovecos,emparentaría a la autora con sus compatriotas Margaret Drabble y Ian McEwan. Escritoras de la talla de Hilary Mantel y Zadie Smith reivindican a una colega que no publicó hasta los 46 años.

 En 'Lo que queda de luz', séptima novela de Hadley y su debut en el mercado editorial en español, el detonante narrativo estalla con la llamada telefónica que, una noche de verano, reciben Christine (una pintora discreta) y Alexandr (maestro, émigré checo, poeta de juventud) mientras escuchan a Schubert en su casa londinense (siempre es Alex quien decide qué música se escucha; las mujeres, para él, tienen poco que aportar al debate intelectual o estético). Al otro lado de la línea, Lydia les comunica la tragedia: Zachary, su esposo, un acaudalado galerista de arte, acaba de fallecer de un infarto fulminante. Lydia se instalará durante una temporada en el domicilio de los primeros para reunir los pedazos de sí misma. Ambas parejas se conocen desde hace 30 años; las mujeres son amigas desde la infancia, lo mismo que los hombres por su lado. 

Elegancia y solidez

 La muerte repentina de Zach, un ser expansivo, tal vez el más generoso del cuarteto de cincuentones, resquebraja un vínculo que creían granítico y desbarata las vidas de los supervivientes, acentuando lo peor de sí mismos: de Alex, el narcisismo; de Christine, su acomodaticia falta de confianza; de Lydia, la frivolidad. La naturaleza humana inventa extraños andamiajes para sobrevivir. Ausente del amigo, el cemento que los amalgamaba, afloran las contradicciones, los malentendidos, los desequilibrios, las medias verdades; también los autoengaños. Con una omnisciencia fluida, que se desliza cómoda entre las conciencias, y saltos medidos hacia atrás y hacia adelante en el tiempo, Hadley construye una novela de corte clásico muy sólida, donde brillan sobre todo el pulso elegante de la prosa, la minuciosidad en el detalle y una deslumbrante capacidad de percepción, de hurgar en la herida: «Su carácter —escribe de Christine— estaba en su cara, gastada hasta el sutil hueso y apagada sin maquillaje». Sobre la viuda dice: «[su inteligencia] no era extensa sino concentrada, […] curiosamente carecía de ilusiones y seguía obstinadamente convencida de una o dos ideas de su primera juventud». Una novela brillante, bien traducida. Buena literatura sin efectismos.