EL LIBRO DE LA SEMANA

Crítica de 'La forastera': vendrán más primaveras

La barcelonesa Olga Merino trasciende la moda de la narrativa neorrural y cuaja una novela magnífica

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Domingo Ródenas de Moya

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Todos venimos de la civilización crepuscular del campo, basta con remontarse una, dos o tres generaciones. En la memoria de los pueblos hoy vaciados, convertidos en geriátricos al aire libre y en destinos rurales de fin de semana, están los patrones de conducta que, inscritos en el ADN, replicamos en nuestro destierro urbano: la suspicacia ante el desconocido, la solidaridad con el prójimo, los enconos familiares, los abusos y humillaciones y el furor largamente contenido. A Olga Merino le ha interesado siempre ese mundo de tradiciones y rituales, con su lenguaje propio, que llevaron consigo los inmigrantes de los años 50 y 60 en su viaje de desarraigo y esperanza hacia un porvenir mejor. Pero hasta ahora no se había sumergido por completo en la lenta agonía en que se disuelve ese mundo de ayer y lo ha hecho con formidable pulso narrativo, con una historia dura como el paisaje, con un uso deliberado de un léxico terruñero tan rico y preciso como adecuado a las exigencias del relato.

Para esa inmersión, Merino ha creado una narradora que, a sus 50 años, ha regresado al poblachón andaluz de sus padres. Ángela o Angie —nombre que procede de los años londinenses en que convivió con Nigel, un pintor obsesivo y suicida— es la Marota entre los lugareños, habita la antigua casa familiar de El Hachuelo con la única compañía de dos perros y el trato ocasional con el cura y dos inmigrantes, un senegalés y un ucraniano. Está en la finca de Las Breñas, que los Jaldones robaron a los Marotos. La aparición del amo, Julián Jaldón, ahorcado de un nogal pone en marcha un mecanismo de desvelamiento de secretos del que nadie va a escapar indemne. En esos secretos actúan fuerzas elementales, eros y tánatos, el apremio de poseer y dominar y el vértigo de la destrucción y la inmolación, pero también el deseo ciego de justicia y restitución.

Afán de justicia

Ángela va reconstruyendo la estremecedora epidemia familiar de suicidios y, sin haber superado aún el de Nigel —al que sigue aferrada a través de una libreta de apuntes—, empieza a temer que también ella vaya a sucumbir a ese siniestro ritual a la misma edad que su padre. Porque, como en el prodigioso 'Pedro Páramo' de Juan Rulfo, que la narradora lee y cita, ella ha vuelto a la aldea para averiguar quién es su padre y se ha encontrado con que su muerte voluntaria tiene culpables: las Jaldonas. El acoso de estas a Angie para que abandone El Hachuelo y puedan acabar de completar la rendición del pueblo a los pies del turismo despierta en la narradora algo más que el instinto de defensa o la sed de venganza, despierta el afán de justicia natural, más allá de las leyes. La aspereza de los caracteres se compenetra con la sequedad del paisaje, como en un western moral, y contrasta con las escenas vívidas en que se evoca la vida en Londres. Olga Merino ha trascendido la moda de la narrativa neorrural y ha cuajado una novela magnífica. Igual que para su protagonista, redimida de su pasado acerbo, vendrán más primaveras.