CRÓNICA
'Romancero gitano', poesía del amor y la revolución
El 'Romancero gitano' une en el Teatre Romea a Núria Espert y Lluís Pasqual para retratar al Lorca más combativo
Manuel Pérez i Muñoz
Periodista.
Manuel Pérez i Muñoz
Sale a escena y, tras el “bona nit”, el público responde con un aplauso acaramelado. Núria Espert vuelve al teatro donde debutó de niña, el Romea, y lo hace tras 35 años de ausencia. Federico García Lorca es el motivo y la excusa, el autor más relevante de su carrera como actriz y directora, vínculo de admiración inquebrantable que comparte con Lluís Pasqual en la primera visita del director a Barcelona tras su ruidosa salida del Lliure en 2018. Conjunciones a parte, 'Romancero gitano' es un montaje preciso enmascarado de recital, un juego poético de voces y textos que se pela por capas, sencillo como una cebolla pero por suerte nada evidente.
Siete butacas como las de platea forman la sobria escenografía, una especie de espejo entre el espacio del público y el de la única intérprete. Un cuaderno de ensayo invoca la voz del poeta, los comentarios hacia su propia obra, un recurso accesorio para separar poesía de prosa, pues con solo un gesto, con una medida inflexión de voz, la Espert encauza los primeros versos del 'Romance de la luna, luna' y la temperatura emotiva se eleva de repente. Entre poemas, la iluminación va virando del rojo intenso sangre al blanco luz, la vida que se opone a la muerte, combate que flota en el poemario. La lectura huye de mitomanías y de cierta tendencia folklorizante y costumbrista que el texto rechaza. El pueblo gitano, metáfora de Andalucía, aparece representado con toda su nobleza y duende, como a Federico le hubiera gustado.
Hay más invocaciones: la Xirgu y su relación con el autor; Alberti, de quien recuerdan sus conversaciones con el fantasma de Lorca; incluso la música de Paco Ibáñez, que con la 'Canción del jinete' rasga el solemne silencio. Convocadas también las mujeres, las heroínas que son esencia del teatro lorquiano: Mariana Pineda, Yerma, la madre de 'Bodas de Sangre' y Doña Rosita. Todas ellas saqueadas por la soledad, pasajes escogidos de cada obra por los que la Espert se mueve escurridiza como una culebra, muerde certera para que sintamos el dolor profundo con sólo unas líneas de diálogo. Derroche de tablas.
La voz del oprimido
Abunda esa intimidad tan difícil de conseguir en el teatro. Hay detallismo y economía, ritmo calculado que se traduce en espontaneidad. Espert tan pronto da forma de palabra a la densidad del silencio como se cambia al catalán, idioma con el que recuerda en primera persona el descubrimiento del poeta en los ambientes obreros de su niñez. Porque según nos cuentan, Lorca no es muerte sino amor. Lo demuestran al final, proponiendo una comprometida lectura del ‘Romance de la Guardia Civil’ en clave de opresores y oprimidos, y un último regalo con ‘Grito hacia Roma’ del libro ‘Poeta en Nueva York’: “Porque ya no hay quien reparta el pan y el vino”. Poeta de la revolución.
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