CRÍTICA DE CINE
'Van Gogh, a las puertas de la eternidad': el loco del pelo rojo
Además del espléndido trabajo de Willem Dafoe, lo más destacable de la película es que está realizada por un pintor. No es algo anecdótico, ni mucho menos
Quim Casas
Periodista y crítico de cine
Profesor de Comunicación Audiovisual en Universidad Pompeu Fabra y docente en ESCAC, FX, Cátedra de Cine de Valladolid y Museu del Cinema de Girona. Autor de diversos libros sobre David Lynch, David Cronenberg, Jim Jarmusch, Fritz Lang, John Ford y Clint Eastwood. Miembro del Comité de Selección del Festival de Cine de San Sebastián.
Quim Casas
Revisitado permanentemente por el cine, y con grandes títulos firmados por Alain Resnais, Vincente Minnelli, Robert Altman y Maurie Pialat (más el episodio de 'Los sueños' de Akira Kurosawa en el que fue interpretado por Martin Scorsese), Vincent van Gogh resulta tan cinematográfico porque a la reflexión sobre la pintura une el carácter trágico, solitario e inhóspito del personaje.
En esta nueva lectura fílmica de los últimos meses de su existencia, la interpretación que del autor de 'Los girasoles' hace Willem Dafoe no tiene nada que envidiar a las logradas años antes por Kirk Douglas o Jacques Dutronc. Dafoe, espléndido –como también fue un muy creíble Pier Paolo Pasolini a las órdenes de Abel Ferrara–, mesura en todo momento tanto los instantes de epifanía creativa de Van Gogh en Arles, huyendo del mundanal ruido que representaba la vida artística en París repleta de dogmas, como aquellos es los que desconecta de la realidad, se encierra en sí mismo, se vuelve violento o, ante el temor de que su amigo Paul Gauguin lo deje solo, es capaz de cortarse una oreja.
Pero además de Dafoe, lo más destacable de la película es que está realizada por un pintor. No es algo anecdótico, ni mucho menos, ya que Julian Schnabel intenta en todas las escenas, con resultados a veces muy logrados y en otros algo toscos, equiparar el cine con la pintura, el movimiento de la cámara con el trazo del pincel sobre el lienzo. Lo hace con encuadres subjetivos, movimientos bruscos de cámara, arrebatos en la planificación, todo muy consecuente en la difícil equiparación entre las dos artes.
El último plano del filme, con la pantalla completamente amarilla mientras escuchamos un texto de Gauguin sobre Van Gogh, es uno de los momentos más serenos e intensos de toda la abundante filmografía sobre el loco de pelo rojo.
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