CRÍTICA DE CINE
'El blues de Beale Street': el peso de las ínfulas
Los personajes parecen creerse en un filme importante pero están tan rígidamente confeccionados que carecen de toda vida
La última vez que Barry Jenkins hizo una película ganó tres Oscars, entre ellos –tras una pequeña confusión- Mejor Película. Por eso, preguntarse qué haría después de 'Moonlight' (2016) era lógico, y la respuesta a esa pregunta también lo es: lo mismo, pero más vistoso. En 'El blues de Beale Street', pues, el director también habla de la miserable experiencia que ser afroamericano en América proporciona. Para hacerlo esta vez adapta una novela de James Baldwin, icono absoluto de la negritud militante cuya obra nunca antes había sido oficialmente llevada al cine, en la que la dramática historia de dos enamorados es el vehículo a bordo del que meditar sobre el racismo, el abuso policial y un sistema penal podrido.
Jenkins retrata a los negros como los buenos y a los blancos como los malos, y eso se entiende -cuando hablamos de racismo, suele estar claro quién tiene la razón-. El problema es que en realidad lleva la oposición al extremo: aquí los policías son lobos al acecho y los afroamericanos son corderitos. Dicho de otro modo, la película convierte a los negros en meros receptáculos de nuestra compasión. Ciertamente, lo hace con estilo.
Es una obra deslumbrante en términos de escenografía y vestuario y aún más de cinematografía; su estética, una interesante mezcla de realismo de época y estilización onírica, trae a la mente referentes como Douglas Sirk y Wong Kar-wai. Su meticulosidad y refinamiento son tales que nos mantienen admirándola desde la distancia. A nuestra falta de implicación emocional contribuye también la enorme autoconsciencia que 'El blues de Beale Street' exhibe. Su metraje está lleno de escenas ceremoniosas y extremadamente lentas, y de momentos en los que los personajes se miran intensamente sin hablar; y la melancólica música jazz que suena en la banda sonora hace que las imágenes parezcan aún más solemnes. Peor aún, los personajes parecen tener muy claro que forman parte de una película importante; son el tipo de criaturas que apenas dicen cosas que no sean profundas y saben que cada momento de su existencia está lleno de trascendencia simbólica. Como todo cuanto los rodea, están tan rígidamente confeccionados que carecen de toda vida.
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