CRÍTICA DE LIBROS

Vacaciones de Grisham con Scott Fitzgerald

Grisham logra que la historia de los manuscritos de Fitzgerald y la curiosidad por saber quién y dónde los tiene impulse a seguir leyendo

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Marta Marne

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Con un inicio cargado de fuegos artificiales (argumentalmente hablando) arranca 'El caso Fitzgerald': una banda de ladrones lleva a cabo el robo literario del siglo. En una ficticia sala acorazada de la Biblioteca de la Universidad de Princeton –John Grisham aclara en una nota final que no pretende desvelar los entresijos de este emplazamiento real y así dar ideas– se encuentran los cinco manuscritos originales de las cinco obras de Francis Scott Fitzgerald. Pocas horas tienen que pasar para que la policía pueda empezar a tirar del hilo, pero la recuperación de los ejemplares no será tan sencilla como parecía inicialmente. De ahí saltamos a Camino Island (de nuevo un espacio ficticio), en el que Bruce Cable dirige una de las librerías más populares del país. 

Tanta invención por parte de Grisham puede ser tomada como una declaración vacacional del autor; un descanso de sus tramas judiciales para mudarse a un paradisíaco lugar con playa, sol, y montones de libros. Para colmo, en Camino Island reside una consolidada comunidad de creadores literarios, que inundarán la historia de reflexiones sobre el mundo editorial y sobre qué puede ser considerado como literatura seria.

Así, el lector que se adentre en esta historia buscando un 'thriller' trepidante con una acción desenfrenada se sentirá defraudado pocas páginas después de ese arranque tan espectacular. Sin embargo, ya está perdido. Grisham ha conseguido que la historia de los manuscritos y la curiosidad por saber quién y dónde los tiene le impulse a seguir leyendo. Pero para ello, deberá conocer a un elenco de extraños personajes que lo que harán será desvelar las verdaderas intenciones del autor: crear una novela en la que hablar de otras novelas. Del proceso creativo, del valor de la cultura, de la intencionalidad de dejar un legado cultural válido frente a la de entretener por entretener. Y todo a través de una serie de conversaciones frívolas y que en apariencia pueden tener escaso valor. En apariencia. De este modo, el truco reside en crear un buen escenario, conseguir mantener el ritmo y el interés a través de pequeñas pistas, dosificar la acción, e intercalar todo esto con montones de diálogos que hagan de este texto una lectura ligera. El resultado quizá no sea perfecto, pero consigue su propósito: entretener.