EL LIBRO DE LA SEMANA
J. M. Coetzee: el privilegio de la buena muerte
El Nobel recupera la figura de la conferenciante Elizabeth Costello para tender una mirada moral sobre los grandes temas clásicos
Enrique de Hériz
Escritor
Enrique de Hériz
Conocimos a Elizabeth Costello en 2001 como protagonista de 'Las vidas de los animales' y volvimos a verla en 2004 en el libro que llevaba su nombre por título. Ya entonces entendimos que sólo podíamos presentarla como alter ego de Coetzee en la medida en que el propio Coetzee es también un alter ego de Coetzee. El Nobel surafricano, residente en Australia, suele leer esta clase de cuentos morales en algunos encuentros literarios; a la hora de publicar, cede ese terreno de beligerancia moral a la señora Costello, conferenciante a quien vimos, en ocasiones anteriores viajar por todo el mundo para exponer sus ideas; esta vez, parece que la edad ha puesto freno a su actividad física, aunque no a su pensamiento. Todavía.
Ya sea en la casa francesa de su hija Helen o en su propia residencia, en una aldea de la meseta española, o también por teléfono o por correspondencia, Costello tiene diversos encuentros con sus hijos que darán pie a fascinantes diálogos filosóficos. Coetzee utiliza uno de los recursos más antiguos de la literatura —el diálogo moralizante, la técnica socrática— para enfrascarse en profundos debates sobre algunos temas atemporales y otros estrictamente contemporáneos: la utilidad de la belleza, la posibilidad de la buena muerte, los derechos de los animales, el complicado triángulo entre libertad, pertenencia e intimidad. También están presentes algunos temas ubicuos en la obra del autor: la familia, el deseo, la voluntad de proteger. El verdadero nexo de esta entrega con las anteriores figura en todas las disquisiciones costellianas: la empatía y la posibilidad/obligación de ejercerla.
El factor novedoso de esta entrega es que Costello ha entrado en fase de decadencia: todas sus conversaciones con sus hijos guardan relación, de maneras enervantemente tácitas, con la proximidad de la muerte y la posibilidad de orquestarla, de elegir dónde y cómo debemos morir. Sólo en las últimas páginas, enfrentados a la imagen de un polluelo en la cinta que lo lleva a la trituradora, entendemos el tamaño del privilegio humano. El texto es un desafío moral, un reto al pensamiento, un zarandeo a las ideas preconcebidas; y al mismo tiempo, de manera paradójica, casi contradictoria, resulta abrumadoramente físico, carnal incluso: la misma tensión entre carne e intelecto —entre la pujanza de la vida y la conciencia del tiempo— que encontraríamos en la pintura de Francis Bacon.
Mención aparte merece la edición del libro, que se presenta como primicia mundial. En septiembre de 2017, Coetzee leyó el último de estos relatos, 'El matadero de cristal', en unas jornadas sobre su obra celebradas en Buenos Aires. Allí mismo anunció su inminente publicación en español. Nos llegan en una excelente traducción argentina que supone, además, una reparación simbólica, una inversión del proceso que, durante décadas, ha obligado a los lectores latinoamericanos a leer traducciones españolas por la sencilla razón de que el centro del poder editorial estaba a este lado del Atlántico. Con la misma naturalidad deberíamos ser capaces nosotros de reconocer la calidad de un texto bien traducido, sin incomodarnos que llame polleras a las faldas.
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