CRÍTICA

Amélie Nothomb: en bandeja de plata

'El crimen del conde Neville' está teñido de un hálito surrealista

Amélie Nothomb, en su última visita a Barcelona.

Amélie Nothomb, en su última visita a Barcelona. / IDA JANSSON

SERGI SÁNCHEZ

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“Ser noble significa tener menos derechos que los demás y tener muchos más deberes”. Lo dice el padre de Henri Neville, que ha mantenido a su familia a pan y agua para celebrar sus fiestas mensuales de bandejas de plata y agasajos. El deber es mantener las apariencias, o lo que es lo mismo, seducir por el placer de seducir. Bien lo sabe Amélie Nothomb, que proviene de la nobleza belga, y que juega, a medio camino entre la ironía y la confesión simulada, a poner en solfa a esa aristocracia venida a menos, a esa sociedad de champán francés y abanicos distendidos que Oscar Wilde mordía con colmillos dulces en 'El crimen de Lord Arthur Saville'. Nothomb sabe, pues, de lo que habla, aunque la autoficción es aquí otra estrategia intertextual ensombrecida por el homenaje, explícito en el título y en uno de sus capítulos, al cuento del autor de 'De profundis'.

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¿Cuál es el deber que Amélie Nothomb siente que le exigen sus lectores? Pues el de ponerse en el centro del relato aunque aparente merodear en los márgenes. Podría decirse que la lectura de esta deliciosa novela breve, que se devora en un suspiro, habla de Henri Neville, con su adicción a las ‘garden partys’ y su maldición gitana a cuestas -a saber: una vidente le anuncia que cometerá un asesinato en su última fiesta, la que certificará la defunción de su castillo familiar- aunque, en realidad, el motor dramático lo encarna Sérieuse, la hija pequeña que surgió del frío, adolescente atormentada por su incapacidad para sentir, y que no es difícil imaginar con los atuendos, de ‘soirée’ típicamente gótica, de la propia Nothomb. Una de las cumbres de la novela es, precisamente, el diálogo entre Sérieuse y su padre, en el que, a un ritmo endiablado, propio de un vodevil para intelectuales trasnochados, intenta convertirle en Agamenón, ofreciéndose como víctima sacrificial de la profecía que le condena al insomnio.

UN ENCANTADOR HÁLITO SURREALISTA

Todo ocurre en el 2014, pero la habilidad con que Nothomb juega con el lenguaje, a la vez sencillo y anacrónico, nos confunde: si no fuera porque hay referencias temporales a las que agarrarse, el lector puede tener la impresión de sumergirse en un universo post-romántico, decadente y decorativo. Es el túnel del tiempo que une 'El crimen del doctor Neville' con el original de Wilde, y que tiñe a esta sátira de un encantador hálito surrealista, que complacería al mismísimo Buñuel. En el universo de Nothomb, menos agresivo que el de 'El discreto encanto de la burguesía', las élites pueden perdonar un asesinato siempre que sea improvisado. La premeditación es vulgar, una palabra soez. Y el impulso homicida de Henri, que remueve la conciencia de esta singular comedia de costumbres, no deja de ser un modo de obedecer las reglas que otro le ha impuesto, una cuota social para seguir siendo aceptado entre sus invitados aun cuando vaya a la cárcel. Por eso tiene sentido que Nothomb acabe su cuento moral con un final torpe y precipitado, porque su condición de arbitrario ‘deus ex machina’ nos recuerda que la vida, antes que un relato previsible, es como un gag de 'El guateque'. En plano general, un desliz y un accidente, imperceptibles al ojo humano, sobre todo cuando este está más pendiente del canapé que de los delitos y faltas que le dan sabor.

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