Natalia Ginzburg, pequeña e implacable

Se cumplen cien años del nacimiento de la gran autora italiana cuya huella es detectable en buena parte de la actual literatura testimonial

Natalia Ginzburg, en Roma en 1989.

Natalia Ginzburg, en Roma en 1989. / periodico

ELENA HEVIA / BARCELONA

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Natalia Ginzburg (Palermo, 1916 -Roma 1991) nunca tuvo una alta consideración de sí misma. Eso, dicen, es un defecto femenino. Les pasa a algunos hombres, pero suele golpear más a las mujeres. Es un sentimiento de fragilidad. El síndrome del impostor, lo llaman. No importa lo buena que puedas llegar a ser en tu trabajo, no importa siquiera el reconocimiento general que hayas alcanzado, muchas mujeres tienden a sentir en su fuero interno que no están a la altura. La autora, de cuyo nacimiento se cumplen este miércoles 100 años, se mantuvo firme en esa cuerda floja. "Sé muy bien que soy una escritora pequeña. Si me pregunto '¿escritora pequeña cómo quién?' me entristece pensar en otros nombres, así que prefiero creer que nadie ha sido nunca como yo, por pequeña que sea, aunque como escritora sea un pulga o un mosquito", escribió.

Lejos de lamentarse, no jugó en sus escritos, tan íntimos y personales, con la autocompasión o el lloriqueo. A nadie le echó la culpa. Durante el día trabajaba en la editorial Einaudi; se relacionaba por tanto con los intelectuales de su época, que eran sus amigos: Italo Calvino, Giulio Einaudi, Pier Paolo Pasolini, Alberto Moravia, Cesare Pavese, Leonardo Sciascia. Todos ellos respetadísimos gigantes de la escritura, grandes expertos opinadores sociales y políticos. Ella no. Ella por la noche escribía libros voluntariamente pequeños en los que rescataba sus recuerdos familiares, plagados de detalles insignificantes a los que supo arrojar una luz desgarradora e implacable sin el menor atisbo de retórica.

No se consideraba a sí misma feminista, pero con sus acciones y sus libros dejó abierta una vía por la que se colaron generaciones posteriores. Tampoco tuvo conciencia de ser judía, hasta que el fascismo le dio un buen baño de realidad con la tortura y muerte de su primer marido, el intelectual Leone Ginzburg (que le prestó el ‘nom de plume’ porque la autora se llamaba en realidad Natalia Levi), por las fuerzas de ocupación nazis.  

El prestigio de la  autora ha recorrido un largo viaje, desde el ninguneo de los primeros tiempos (a Mercè Rodoreda también intentaron minimizarla al recluirla con desprecio en el gueto femenino de los sentimientos) hasta una creciente popularidad. En los últimos años, los libros de la Ginzburg han sido una presencia si no importante sí constante en las librerías españolas. En ocasión de su centenario, Lumen trae ahora tres títulos con sendos prólogos de Elena Medel y promete dos más para el año próximo: la colección de relatos inéditos 'A propósito de las mujeres' y la hoy inencontrable 'La ciudad y la casa'. Acantilado acaba de publicar también la primeriza 'Y eso fue lo que pasó'. Como anécdota, en el encuentro que tuvieron en Madrid durante la Feria del Libro, la reina Letizia regaló a Penélope Cruz un volumen de 'Las pequeñas virtudes' (Acantilado), una de las obras maestras de la autora junto a 'Léxico familiar'. Puede ser divertido imaginar qué pensaría Ginzburg de esas lectoras de hoy tan alejadas de su mundo.

SU INFLUENCIA HOY

Es fácil detectar hoy su huella en buena parte de la literatura testimonial y de rescate de la memoria que se está escribiendo con fuerza. Uno de sus primeros valedores en España –aunque antes lo hizo Carmen Martín Gaite, que la tradujo y tanto le debe– ha sido Ignacio Martínez de Pisón, que, gracias a su descubrimiento en la novela 'Querido Miguel', confiesa que la autora se convirtió en una adicción para él. "Escribía una literatura muy cercana a la vida. Por encima de todo, es una de las grandes escritoras sobre la familia, una palabra que, no por casualidad, aparece en varios de sus títulos".

Autores más jóvenes la reivindican. Como Jenn Díaz, que se admira de cómo con una mirada nada intelectual puede llegar a elevarse tanto: "Una de las cosas que más me fascina es su ternura y su sentido del mundo, que casi siempre van de la mano, tan serios y tan sutiles que se van colando entre los personajes y no te das cuenta". Daniel Gascón, la sitúa como heredera de Chéjov por esa "extraña sensación de verismo íntimo". "Ella –destaca- ha retratado como muy pocos artistas el mundo de los secretos, el desgaste del tiempo, las pequeñas frustraciones, las expectativas postergadas, la fuerza de las palabras cotidianas, lo efímero de los afectos, los engaños de los demás y las mentiras en las que decidimos creer". Fuera de la literatura, el escritor aragonés detecta su rastro en dos cineastas como Salvador García Ruiz, que llevó al cine 'Las palabras de la noche', y Jonás Trueba.

Quien también se ha dejado seducir por la italiana es el arquitecto Òscar Tusquets, que, esta vez en su faceta como pintor, ha reflejado los desolados interiores de la autora en las portadas de las ediciones de Lumen. "Lo que más me impresiona de sus libros es su originalidad. Cómo puede narrar la historia de su familia a través del léxico y pasar por alto hechos trascendentales. Cómo puede explicar un suceso fundamental de su vida o del protagonista de su novela escribiendo más o menos: 'entonces me casé' o 'entretanto se murió'. Su ausencia total de sensiblería, su aparente frialdad, le hubiese encantado a Salvador Dalí", explica Tusquets.

El triunfo de Ginzburg contra el olvido y frente a los tótems literarios con los que le tocó convivir tiene al fin algo de justicia poética. Lejos de cualquier consideración, para ella la escritura fue un destino y así lo dejó escrito: "Nunca fue un consuelo, una distracción, una compañía. Es un amo. Hay que tragar saliva y lágrimas, apretar los dientes y servirlo, cuando él nos lo pide. Entonces nos ayuda a mantenernos en pie, a vencer a la locura, la desesperación y la fiebre".

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