CRÍTICA

'El cuento de la princesa Kaguya': Cejas depiladas, lágrimas derramadas

QUIM CASAS

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La última película del veterano Takahata se basa en un cuento popular del siglo IX. Su protagonista es hallada de pequeña por un matrimonio de campesinos. Su particularidad es que crece mucho más rápido que los demás. Quizá sea porque no procede de este mundo: nunca se siente cómoda del todo entre sus padres, el joven al que ama o los pretendientes que tiene, porque asegura pertenecer a la Luna. De hecho, no quiere establecer lazos sólidos con nadie porque sabe que un día u otro deberá volver al lugar del que procede.

El filme tiene el trazo sencillo de un manga, pero también la expresividad rotunda, como cuando Kaguya, aún bebé, comienza a llorar. En la primera parte, los colores son pálidos, apenas el destello verde de una rana, la luz de una antorcha en el bosque nocturno y el tono escarlata de un kimono.

En la segunda, con el breve regreso a la montaña en la que creció, coincidiendo con la primavera, la paleta cromática es más efusiva. La parte final obedece a una idea del trazo, la luz y el color que hoy por hoy parece irremediablemente perdida en el cine de animación, con influencias de Winsor MacCay y otros 'cartoonists' de la edad dorada.

Takahata es un gran detallista. Así, el relato fluye también a través del sonido persistente de las cigarras en verano, el color de las cosechas en otoño, las flores de cerezo en verano. Y el guion contiene enormes detalles sobre el paso del tiempo y el desarraigo. Kaguya no quiere ser lo que es. Ama el pasado en las montañas y no el presente en la corte, siendo codiciada por el mismísimo emperador. Nada mejor para definir este estado de ánimo que la frase cuando la están maquillando: cada ceja depilada es una lágrima derramada.