Un escritor con dos identidades

Un escritor con dos identidades: John Banville, entre el cielo y la tierra

SERGI SÁNCHEZ

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«Dado el mundo que Dios creó, sería una impiedad contra él creer en su existencia. No, lo que anhelo es un momento de expresión terrenal. Eso es, eso es exactamente: seré expresado, totalmente. Seré pronunciado, como un noble discurso de clausura. Seré, en una palabra, dicho». Este fragmento de El mar, premio Booker 2005, define como pocos la literatura del irlandés John Banville. Una literatura cuyo hiperbólico aliento lírico encuentra en los imposibles logaritmos del lenguaje su razón de ser.

La traducción del devenir de la conciencia, de la percepción de una realidad inasequible, que adquiere tintes místicos y míticos al manifestarse en el mundo de lo sensible, es el gran motor de la obra de Banville, que está convencido de que el escritor funciona como médium entre lo divino y lo humano, entre el cielo y la tierra. Leyendo Eclipse o Los invisibles sería fácil imaginarse a Banville como un catedrático lingüista de una de esas nubladas universidades de élite que pueblan el imaginario británico. Pero Banville, primera sorpresa, prefirió trabajar en Air Lingus que ser universitario, y luego se curtió en las galeras de la prensa escrita, primero en The Irish Press y después en The Irish Times. Es posible que su prosa periodística haya influido a su alter ego criminal, Benjamin Black, pero en sus novelas más significativas, como la citada El mar o Antigua luz, no hay rastro de ella.

Suponemos que fue su tendencia al preciosismo poético y su obsesión por hacer hablar a la memoria las que lo vincularon a Vladimir Nabokov y, en menor medida, a su compatriota Joyce. Sin embargo, Banville cita a Henry James como su principal influencia, y hay mucho del detallismo maníaco de aquél, y de su impecable manejo de la voz narrativa, en la narrativa de un autor que se deleita en estar a medio camino entre el culto a la novela decimonónica y los retruécanos de la literatura del flujo de conciencia de una Virginia Woolf que escribe como si cada palabra fuera una lágrima derramada, quizás la última.