Análisis

Ana María y la amistad

Esther Tusquets y Ana María Matute, en 1979.

Esther Tusquets y Ana María Matute, en 1979.

ESTHER TUSQUETS
ESCRITORA

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¡Qué gozada, Ana María, participar en el jurado de un premio que merecías tanto que no hacía falta siquiera argumentar en tu favor! Ha sido el Premio Cervantes, que concede todos los años el Ministerio de Cultura a un autor de lengua castellana, y que han recibido ya escritores como Borges, Vargas Llosa, Gerardo Diego, Juan Gelman o Juan Marsé.

Ana María es demasiado conocida para que tenga sentido hablar de ella; de ella y del premio se habrá dicho ya todo lo quepa decir sobre la solidez de su obra, la gran variedad de registros que presenta a pesar de ser siempre inequívocamente personal, sobre la riqueza de su lenguaje, sobre sus éxitos, sus traducciones, las alabanzas de los críticos, los premios recibidos. Hablaré, pues, un poco de la relación que he tenido con ella a lo largo de más de 50 años, desde que inicié la editorial Lumen con una obra suya, El saltamontes verde, a la que seguirían muchas otras, de hecho la totalidad de sus libros para niños, hasta que hemos traspasado las dos las fronteras de la vejez. Una amistad sin paréntesis ni fisuras, en la que no ha habido nunca la sombra de un reproche.

Hemos vivido y compartido momentos de enorme felicidad y de pavorosa desdicha. Hemos llorado y hemos reído juntas. Ana María ha sido -y lo agradezco muchísimo- una de las personas que más me ha hecho reír, hasta saltárseme las lágrimas y quedar sin aliento. En las circunstancias más adversas o dolorosas, lo mismo Matute que la otra Ana María, «mi otra Ana María, la Moix», son capaces de recurrir al humor, a menudo negro, es verdad, pero en definitiva humor.

Las veladas en la casa de Sitges, las cenas pantagruélicas y disparatadas, los dibujos y construcciones de palacios a base de los materiales de deshecho que le proporcionaban todos los chiquillos del pueblo junto con el carpintero y que recubría con kilos de purpurina, el manuscrito de Olvidado rey Gudú, que crecía sin parar en el diminuto mirador de cristal que había construido en un extremo de la sala para trabajar, las historias que nos contaba en la terraza las noches de luna, constituyen momentos inolvidables.

Ana María es generosa y, rara excepción en el gremio, no conoce la envidia. El éxito de otro escritor es para ella siempre motivo de alegría. Tampoco es dada al rencor. «La gente dice que perdona pero que no olvida», observa a veces. «A mí me ocurre lo contrario, no perdono pero olvido». Y es cierto. Puede cruzarse en la calle con un supuesto enemigo y saludarle con caluroso entusiasmo, ante el estupor del otro. Simplemente ha olvidado lo ocurrido; Ana María es fantasiosa y mentirosilla (por eso son sus historias y sus juegos tan divertidos), en el sentido de que le gusta borrar las fronteras entre ficción y realidad, y le gusta, sobre todo, asumir papeles que yo, escéptica, no me creo ni a veces me gustan. Representa con fervor el personaje de una niña -«No», rectifica, «no es una niña, es un niño»-. Un niño torpe, desvalido, mal dotado para la vida. Tal vez lo sea, a ratos perdidos, o en sus sueños, pero en realidad es una mujer madura, entera, inteligente, capaz de cruzar los mares como polizón, o de caminar sobre las aguas, si hay al otro lado del océano algo que le importe de verdad. Lo que ocurre es que son muy pocas, poquísimas (no creo que pasen de tres) las cosas que a Ana María le importan de verdad. Y esto hace que nos engañemos.

Entre esas tres cosas no estaba, claro, el Cervantes (ni siquiera el Nobel), pero hizo hace unos días unas declaraciones donde afirmaba que, si se lo daban, daría saltos de alegría (a lo mejor sí es un niño de 10 años, porque eso de los saltos...) Y cabe suponer que estará contenta. Yo también. ¡Felicidades a las dos, guapísima!