Análisis

Impaciencia mortal, por Salvador Giner

Salvador Giner
SOCIÓLOGO

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El paso en tropel por una vía se ha llevado por delante, en la mágica noche de Sant Joan, a un puñado de jóvenes que iban en busca de un poco de felicidad. Mientras tanto, millares, tal vez millones de ciudadanos, desde Perpinyà a Alicante, confabulados por una vez en esa unidad soñada de catalana raíz, prendían fuego a las hogueras, se maravillaban ante el fuego de artificio y bailaban a la luz de farolas de papel. Ni crisis económica, ni carencias políticas, ni miserias cotidianas. Era el solsticio de verano en nuestra tierra común.

Mientras, en Castelldefels, un tren que recorría precisamente casi de extremo a extremo ese territorio nuestro arrasaba a unos muchachos, les truncaba la vida y llevaba la desolación a sus familias y en no poca medida a todos nosotros. Nunca es el momento de moralizar sobre la exuberancia de la juventud y los peligros que entraña. No tienen la culpa. Pero hay culpa por nuestra parte por haber educado a nuestra juventud en la impaciencia y en la consecución sin esfuerzo de todos sus objetos del deseo. Si hay un paso subterráneo en una estación, hay que pasar por él. Todo el mundo. Para ello, es menester haber educado a cada generación en las normas más elementales del civismo. Ni nosotros, ni nuestras escuelas, lo hacemos.

En este país hemos llegado a creer que cualquier forma de permisividad era buena y que cualquier aplicación de las normas era expresión de la miseria moral de una tradición execrable, dictatorial, autocrática y trasnochada. Semejante confusión solo puede demostrar que sufrimos de una necedad colectiva que realmente espanta. No hay hoy suficiente indignación moral porque la gente conduzca automóviles sin permiso, o sin seguro, ni porque los mismos automóviles destruyan los caminos del campo, ni las vallas publicitarias el paisaje, ni las discotecas no dejen dormir a los vecinos. Los malos modales en el transporte público o en los botellones callejeros encuentran una respuesta municipal liviana. La insolencia en el trato es considerada costumbre democrática admirable. Hasta progresista, que ya es el colmo.

La relación de estas nuevas tendencias con el horror de Castelldefels debería ser evidente, aunque sea indirecta. Un país que ha llegado a pensar que la educación en libertad es educación en la indisciplina necesita ir al psiquiatra. No sé si países enteros pueden ir al psiquiatra, pero, mientras el doctor no sea de la escuela psicoanalítica, yo me apunto.

No debe consolarnos pensar que la impaciencia, la indisciplina y la insolencia, combinadas, son un rasgo de todos los países avanzados. La explosión de vuvuzelas surafricanas y su inmediata popularidad en toda Europa, y pronto en todo el mundo, demuestra que la mundialización de la estupidez es tan considerable como la del capitalismo y la de internet. Lo grave es que accidentes innecesariamente estúpidos, como el de Castelldefels, están ocurriendo en todo el mundo. Discotecas incendiadas, estadios desbordados, todos con muertes de gente joven y alegre. Y el goteo constante de los accidentes de tránsito de los que apenas se da cuenta en la prensa. La mayoría de ellos relacionados con la impaciencia, por un lado, y con la indisciplina, por otro.

¿Cuándo entenderemos que superar la impaciencia, el deseo de satisfacción inmediata, conduce a un mayor gozo de las cosas nobles y buenas? ¿Cuándo aprenderemos que el civismo, la disciplina y la buena educación son vitales no solo para la convivencia, sino para dar un poco de sentido a nuestras propias vidas? En el caso de Castelldefels, para salvarlas.