La ópera, según Mortier

rmassaguegra010  madrid  09 03 2014   fotograf a de archivo140309174638

rmassaguegra010 madrid 09 03 2014 fotograf a de archivo140309174638 / periodico

ROSA MASSAGUÉ

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

 No por anunciada por él mismo en sus últimas apariciones públicas, la muerte de Gerard Mortier resulta menos dolorosa. Sabemos que ha sido uno de los grandes impulsores y renovadores de la ópera en las últimas cuatro décadas, pero el tiempo, con la perspectiva que da, permitirá comprender el papel que este polémico e inconoclasta hombre de teatro ha tenido en la forma de ver y comprender la ópera, en la ampliación del repertorio y en el descubrimiento de nuevos talentos. Quiza entonces descubramos que Mortier ha sido mucho más grande de lo que ahora pensamos.

Podemos hablar del Mortier que puso en primera división un teatro de provincias com era La Monnaie de Bruselas, que ganó el desafío de suceder a Herbert von Karajan en la hasta entonces acomodaticia dirección del Festival de Salzburgo, de su invención de la Trienal del Ruhr, de su complicidad artística con La Fura dels Baus, de su paso por la Ópera de Paris, de su poder de seducción cual encantador de serpientes, de lo mal que le trató el Teatro Real de Madrid cuando se deshizo de él, de cómo asumió el cáncer y la inevitabilidad de la muerte que sabía cercana, pero ahondar en su itinerario artístico o glosar su figura parece un ejercicio inútil cuando él dejó por escrito su ideario de forma clara y contundente. Por ello, nada mejor que reproducir sus palabras, unas palabras que nadan a contracorriente de quienes entienden la ópera como un museo anclado en el pasado.

En su libro 'Dramaturgia de una pasión' (Akal, 2009) Mortier elaboraba su 'credo' teatral. En la Introducción, escrita nada más llegar a Madrid como director artístico del Real, el autor manifestaba su preocupción por lo que calificaba de "inquietante estancamiento" en los teatros occidentales. Constataba el fin del gran movimiento iniciado en los años 60 del siglo pasado por Living Theater, Peter Stein, Grotowski, Peter Brook o Giorgio Strehler, y detectaba un "periodo de restauración".

Su fórmula en la que creía a pies juntillas para romper este estancamiento o retorno a un pasado estéril consiste en:

"Asumir más riesgos que nunca, sacudir las rutinas, exigir inflexiblemente la profesionalidad, defender el carácter político del teatro, es decir, su posicionamiento en la sociedad. Esta toma de posición, que no debe ser ideológica, debe sin embargo ser encarnizadamente comprometida por parte de todos los que en verdad se sienten cada vez más como predicadores en el desierto ante la sociedad mediática, que reemplaza los valores por las modas y en la que el cuerpo, la apariencia exterior, se ha tragado el Yo".

Y, unas líneas más abajo escribía:

"Hacer teatro es querer romper la rutina de lo cotidiano, cuestionarse la violencia entendida como normalidad, sensibilizar a la comunidad sobre los problemas de la condición humana que las leyes no pueden solucionar, confirmar que el mundo puede ser mejor".

En la Conclusión de su ensayo, Mortier hacía un potente alegato del teatro del siglo XXI:

"El teatro debe ser constante movimiento, como el mundo mismo del que es imagen y portavoz. El teatro que se petrifica en la historia se convierte en letra muerta. El teatro no debe chocar, pero nos debe zarandear en nuestros hábitos cotidianos, en nuestros conformismos, en nuestros sentimientos cuando se reducen a lo sentimental. Es así como el teatro puede convertirse en el germen de nuestra acción sobre el mundo, porque nos conmueve en el verdadero sentido de la palabra, y las emociones surgidas de esta conmoción hacen brotar la creatividad, que es la fuerza existencial de lo humano".

En un mundo en el que la excusa de la crisis está dejando los teatros de ópera en manos de contables que solo ven los tangibles, el debe y el haber, menospreciando el intangible artístico, el legado de Mortier corre peligro. Quizá los teatros cuadren las cuentas, pero seremos mucho más pobres intelectual y espiritualmente.

Como recordaba una amiga, en pocos días nos han dejado dos de los verdaderamente grandes. Primero fue Claudio Abbado. Ahora Mortier. Seguimos en la orfandad.