Pequeño observatorio

Un oasis llamado Boadas

Saborear un cóctel puede ser una refinada evasión temporal de los mecanismos cotidianos

JOSEP MARIA ESPINÀS

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A menudo me digo que debería ir a pasar un rato a la coctelería Boadas. Pero mis itinerarios habituales no me acercan a la estrecha confluencia de la Rambla con la calle de Tallers. La última vez que entré fue para que mis amigos de Vigo Juan y Gloria conocieran un local que es único en Barcelona. Quedaron tan seducidos que cuando nos llamamos y no pueden concretar cuándo vendrán, me dicen siempre: «Suponemos que todavía existe el Boadas».

Hace poco he leído en EL PERIÓDICO esta información de Ferran Imedio: la coctelería celebra los 120 años del nacimiento de su fundador, Miquel Boadas, y los 82 del local. Un local muy pequeño, en forma de triángulo, en la conexión de la calle de Tallers y la Rambla. Ahora el responsable de la calidad mantenida es el bartender Jerónimo Vaquero, y si las coctelerías tuvieran director espiritual diría que esta función la ejerce la hija del fundador, Maria Dolors, que a estas alturas de la vida puede contemplar que el Boadas sigue siendo el Boadas de siempre, con la misma decoración ya histórica, con la calidad y el prestigio del Floridita de Cuba.

Y en este estrecho local las paredes acogen el recuerdo de Dalí, García Lorca, Picasso, Hemingway, Greta Garbo... Y si no me equivoco, además de los más conocidos en el repertorio de la casa figuran más de 250 cócteles, como el Frankenstein, el Mar Azul, el Merry Christmas, el San Valentín, el Sofía Loren, el Vie Rose, el Tango, el Hawaian, el Charles Chaplin, el Brooklyn...

Hace ya muchos años publiqué un libro de narraciones, y una de las historias estaba inspirada en el Boadas. Dos hombres cerca de la vejez, sentados en los taburetes de la barra, comentaban elogiosamente los cócteles que bebían y rememoraban, con todo tipo de detalles, los que habían paladeado por todo el mundo. Solo el barman sabía el secreto. En aquellas copas no había alcohol, solo agua pura. La ilusión les hacía vivir. Saborear un cóctel -solo uno- puede suponer una refinada evasión temporal de los mecanismos cotidianos.