Guardar silencio

JORDI NIEVA FENOLL

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El reo tiene siempre derecho a guardar silencio. En todo momento y en toda circunstancia, desde que es simplemente un sospechoso para la policía hasta que es condenado con carácter definitivo. Nadie le puede obligar a hablar, ni directa ni indirectamente. Cualesquiera maniobras para presionarle o persuadirle son absolutamente ilegítimas.

La razón de tal protección del silencio tiene su origen en la evitación de torturas para obtener una confesión. Allá por el siglo XVII, en los tiempos de la gloriousrevolution inglesa, se detectó un problema que llevaba siglos arrastrándose. Los jueces pretendían a toda costa que el reo confesara, porque de esa forma, prestando tal confesión bajo juramento, se cubría el expediente, es decir, se tenía lo único que había que tener: a un reo reconociendo los hechos. Así se evitaban los jueces el trabajo de juzgar. Ya no había que oir tediosos interrogatorios a los testigos, ni analizar documentación alguna –escasa en la época– ni, en definitiva, valorar la prueba celebrando el proceso. Nada era necesario si existía la confesión.

De ahí que se buscara obtener a toda costa, bajo tortura o presiones insoportables. Es por ello por lo que los “progresistas” de la época propusieron la abolición de ese juramento, reconociéndose, no sin dificultades, el derecho del reo a guardar silencio. En EEUU, como consecuencia de la repentina falta de juristas fruto de la independencia, el reconocimiento del derecho fue todavía más tortuoso, a pesar de que finalmente quedó establecido –de manera algo confusa– en la V enmienda de la Constitución. Sin embargo, hubo que esperar hasta 1966, cuando gracias al archiconocido caso Miranda vs Arizona, por fin el Tribunal Supremo estableció directamente el derecho a permanecer en silencio, haciendo popular una fórmula protocolo de lectura de derechos que todos conocemos a través de las películas.

De lo que se trata, en definitiva, es de que el reo no se traicione a sí mismo. Pero eso no parece gustar ni a la sociedad ni a muchos –demasiados– operadores del sistema, que siguen buscando aquella antigua confesión como si ese instrumento de raíz claramente religiosa sirviera para solucionar definitivamente cualquier duda sobre los hechos. Actualmente, gracias sobre todo a la psicología del testimonio, sabemos que no es así. Sabemos que el reo sometido al estrés de una declaración declara con frecuencia contra sí mismo, a veces porque se le recomienda ilegítimamente –casos ha habido–, y otras veces porque sometido a la presión del interrogatorio –especialmente si es largo– o de la privación de libertad fruto de la detención, acaba diciendo involuntariamente lo que su interrogador quiere que diga. En eso consiste “perder los nervios”, o el estrés que nubla la memoria de los hechos y hace decir lo que no se quiere. Está más que científicamente demostrado.

A partir de ahí, manipular la declaración prestada resulta hasta sencillo. Pero como hoy en día sabemos perfectamente todo eso, reconocemos el derecho a guardar silencio, sencillamente porque la declaración de un reo, prestada en esas delicadas circunstancias, no es un medio de prueba fiable. Puede otorgar alguna información, pero una eventual condena debe sustentarse en algo más sólido que su declaración, y desde luego nunca en su silencio.

Pero como decía, las reminiscencias de la antigua confesión son fuertes, y cada vez que el legislador siente miedopor un fenómeno criminal más o menos extendido, se ve compelido a negar ese derecho al silencio, a aceptar las presiones al declarante, aunque sean indirectas, porque cree que obteniendo confesiones, la labor de la policía y de los jueces será más eficaz. Al contrario, lo único que se consigue es una eficiencia y severidad aparentes en la persecución del delito, pero nada más, aparte de muchas posibles falsas incriminaciones. Hasta el Tribunal Europeo de Derechos Humanos se vio influido en una ocasión por esa tendencia, en 1986, al hilo del caso Murray. Eran los tiempos del IRA, y había que conseguir que una sentencia británica que otorgaba cierto valor incriminatorio al silencio, fuera declarada compatible con los derechos humanos. Errónea jurisprudencia que se ha arrastrado hasta el día de hoy, que olvida toda la historia del derecho al silencio descrita en este artículo y que algún día tendrá que ser corregida.

Si existe el derecho al silencio, que el interrogador formule preguntas al aire carece de todo sentido. Si el reo ya ha dicho que no va a declarar, lo único que se consigue con el monólogo del abogado es ver la cara que pone el acusado cuando escucha la pregunta, lo que tampoco sirve absolutamente para nada, por más espectacular que parezca, porque no podemos deducir racionalmente –ni seriamente- unos hechos de que alguien mira hacia el cielo, baja la mirada, se ruboriza o tiene apariencia derrotada. El interrogador tiene la oportunidad de realizar las alegaciones que quiera durante el proceso, también diciendo lo que le hubiera preguntado al interrogado. Ese momento de gloria/hacer pasar un mal rato puede servir de consuelo a muchos, pero jurídicamente es inútil por completo. No sirve para nada.

Ni siquiera tiene la utilidad de traer las preguntas al proceso. Las preguntas se pueden aportar por escrito, como ocurre con otros muchos datos, porque así son accesibles a todos, también a los jueces, aunque no se formulen oralmente. Lo que sea menos perder miserablemente el tiempo viendo cómo un abogado habla solo, lo que sucede, no solamente, como vimos, en el interrogatorio de la infanta Cristina, sino que es práctica general que por su inutilidad, hay que abolir.