UN MUESTRA CONTRA EL TÓPICO

La videncia de Borges

María Kodama, viuda del gigantesco autor argentino, presenta en Barcelona una exposición fotográfica sobre sus arriesgados viajes

María Kodama, ante una de las fotografías que se muestran en la exposición de la Biblioteca Jaume Fuster.

María Kodama, ante una de las fotografías que se muestran en la exposición de la Biblioteca Jaume Fuster.

ELENA HEVIA / BARCELONA

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Un admirador, lo cuenta María Kodama, viuda de Borges, se acercó una tarde al escritor y le dijo lo mucho que sentía que fuera invidente. Borges, con su peculiar ironía, le replicó que él se consideraba ciego, y que por favor no le negara el don de la videncia. Esa paradoja, ver y apreciar más allá de los sentidos, se hace evidente en la exposición Atlas de Borges, que desde el pasado lunes puede visitarse en la Biblioteca Jaume Fuster de Barcelona, mostrando las fotografías que la viuda del escritor y estricta guardiana de su legado realizó en los viajes que ella y el autor del Aleph hicieron juntos a lo largo y ancho del mundo a partir de los años 70, cuando ella pasó a ser su secretaria.

La muestra barcelonesa es en realidad una reducida selección de un proyecto itinerante más ambicioso que ha visitado diversas ciudades estadounidenses y ha recalado en Madrid. Las imágenes y los textos de Borges que la forman corresponden a un libro que fue publicado originalmente en 1984, dos años antes de la muerte del autor ,  y que dan cuenta de su pasión por la aventura, de su ilusión por conocer más allá del sentido de la vista todos los lugares que previamente visitó en sus libros. «Si Borges no hubiera perdido la vista estoy segura de que se hubiera convertido en un hombre de acción», explica la viuda, de 79 años, pulverizando el tópico de la personalidad retraída y libresca del autor. Todas las anécdotas que Kodama desgrana en relación a aquellos viajes concluyen en una situación graciosa o grotesca, prácticamente un gag. Un Borges empeñado en trasladarse a Egipto en silla de ruedas impulsado por una azafata contra viento y marea o emocionado como un niño ante la posibilidad de volar en globo en Napa Valley, en California -«¿la barquilla será de plástico o de mimbre?», se preguntaba la noche anterior- o de pernoctar en el desierto. «Algunos de mis amigos me llamaban loca por acompañarle a esos lugares, otros me reprochaban que accediera a sus deseos, pero yo siempre respeté en Borges la libertad que se le debe al otro». Las fotos dan cuenta de como ante las pirámides coge un puñado de arena y muy borgianamente piensa: «Estoy modificando el Sahara». Para él, Estambul son las cruzadas, «un país de crueldad». Japón, la tierra de los ancestros de Kodama -aunque argentina de nacimiento- y de sus queridos haikus. De Ginebra, donde acabaría muriendo y donde se encuentra su sepultura escribió: «De todas las ciudades del planeta, de las diversas e íntimas patrias que un hombre va buscando y mereciendo en el decurso de sus viajes, Ginebra me parece la más propicia a la felicidad».

«Cuando empecé a frecuentar a Borges -recuerda Kodama- yo era

 

mucho más joven -la pareja se llevaba 42 años- y a mis amigos les imponía su figura y sus laberintos pero yo les animaba a conocerle, diciéndoles que en realidad era muy divertido».

La mala de la película

La ligereza de todos estos recuerdos se estrella en el semblante de Kodama cuando se le pregunta por la posibilidad de que pueda aparecer algún inédito entre sus papeles. «No lo sé, porque mucha gente ha robado manuscritos», acusa sin querer ahondar en el tema. La viuda evidencia una incómoda sensación de acoso y es que durante décadas se la ha acusado de poca generosidad frente al legado de Borges, lo que la ha convertido en la «mala de la película» de la literatura latinoamericana. Ahí Kodama se pone seria, casi samurai, y asegura «ser la buena», la que luchará «con un sentido de la responsabilidad japonés por el respeto de lo que es de otro», léase Borges. Y asegura que alrededor de la figura del maestro todavía hay «envidia, resentimiento y despecho».