El cruce de Shibuya, el Abbey Road japonés

Un millón de peatones transitan cada día, en pleno centro de Tokio, por el paso de cebra más concurrido del planeta

Centenares de personas transitan al unísono por el paso de peatones de Shibuya (Tokio), el más concurrido del planeta

Centenares de personas transitan al unísono por el paso de peatones de Shibuya (Tokio), el más concurrido del planeta / periodico

EMILIO PÉREZ DE ROZAS / Tokio (Enviado especial)

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Puede que sea un ignorante. No lo descarten. Pero hasta que llegué a Shibuya, un barrio impresionante de Tokio, una zona privilegiada, multitudinaria, con una estación de tren tumultuosa, un punto de encuentro diario de cerca de 2,5 millones de personas, no conocía otro paso de cebra que no fuese el del cruce de las calles Grove End Road Abbey Road, de Londres, el lugar donde John, Ringo, Paul Georges se hicieron la foto de la portada de su último álbum, titulado, cómo no, 'Abbey Road' (1969) y donde sonaba 'Here comes the sun'.

Ese era para mí el único paso cebra que existía en el mundo, el mito (recuerden que esa foto, esa portada, esa imagen fue posteriormente utilizada como la prueba evidente de que McCartney había muerto, pues era el único de los 'beatles' que llevaba el paso cambiado), la señal de que un cruce podía unir lo mejor del mundo. Y ser vistoso, atractivo, pegajoso, moderno, atemporal y, por supuesto, histórico.

Pero, llegado a Tokio, no pude resistir la tentación de ir al Abbey Road japonés, planetario. Que no es otro (probablemente muchos de ustedes ya lo conozcan, de ahí mi punto de ignorancia) que el famoso cruce de Shibuya. Les contaré. Shibuya es, tal vez, la zona de ocio y compras más cualificada y multitudinaria de la ciudad, especialmente para adolescentes. Ahí están, además de esa impresionante estación de trenes y metro, buena parte de las tiendas más 'fashion' de la capital japonesa, restaurantes, pubs, discotecas y, por supuesto, lo que muchos consideran uno de los karaokes más grandes del mundo, con siete plantas. Y, también, todo un edificio de juegos, denominado Games Center. La locura.

Sin tropiezos

Bueno, pues ahí, en el mismísimo centro de Shibuya, hay un cruce que cada día atraviesan millares de personas sin que tropiece nadie cada dos minutos, se caiga un anillo, roben un bolso, se pierda una cartera o alguien extravíe su móvil. Ese inmenso paso cebra, que tiene de cebra el dibujo, pues resultaría imposible de cruzar sin que los semáforos se pusieran rojos para los vehículos, es la confluencia, el centro exacto, de una estrella cuyos brazos son las calles Dogew Zaka, Inogashira Dori, Meiji Dori, Miyamasu Zaka Roppangi Dori. Ahí desembocan todas.

Uno puede subirse al primer piso del Starbucks's Café y dar codazos (o pedir permiso) para pegar la nariz en cualquiera de sus ventanales, siempre repletos de gente, o intentar, tarea más complicada, hacerse un hueco en una de las ventanas del Hotel Hyatt. Y, desde cualquiera de esos faros, de esos mástiles de vigía, observar el baile del paso cebra. Es realmente algo impresionante. Porque todo empieza, créanme, como las batallas de 'Braveheart': cientos de personas en un lado y cientos de personas enfrente. Y hasta que no se ponen, al unísono, los cinco semáforos en rojo (y se detienen los ríos de coches), nadie se mueve. Y, cuando la marea se mueve, parece el escenario del Liceu en el mejor 'Lago de los cisnes'. Puro Ballet.

Las gentes fluyen inmersas en un caos ordenado, organizado, sin un solo choque, con aceleraciones y frenazos, pero todo controladísimo. No es menos cierto que el 85% de esos peatones realizan esa operación a diario y, tal vez, tal vez, de ida y vuelta. Pero no por ello deja de tener mérito ese ballet, que a los ojos del turista, a los ojos de aquel ingenuo que pensaba que no había nada más coordinado, gracioso y divertido que el caminar de John, Ringo, Paul y Georges. Fallé. Shibuya es Abbey Road cada día, cada dos minutos, 365 días al año. Japón no hace fiesta. Tokio no descansa. Shibuya no duerme.

Una historia de amor

Pero es que Shibuya (e igual esta historia algunos de ustedes también la conocen), además de ser punto de encuentro de millones de habitantes y turistas, es lugar de peregrinación para homenajear a Hachiko, cuya estatua, siempre condecorada, siempre con flores, siempre pulida, preside todo el ir y venir de esa marea de miles y miles de personas. Porque Hachiko y su dueño, encarnado por Richard Gere en una película estrenada en el 2009 ('Siempre a tu lado, Hachiko'), es una de las historias de amor más bellas que existen. Y cierta. De ahí la hermosura entre la tradición que envuelve la vida y muerte de Hachiko, y la modernidad, el desenfreno y el trasiego del punto del mundo más concurrido.

Hachiko era un perro de raza akita que se perdió en un traslado en tren. El mozo de la estación bajó su caja, con él dentro, y la subió a un carro de maletas. En el traslado, el carro pilló un bache y la caja saltó, se estrelló contra el suelo, se rompió y Hachiko quedó solo en la calle. Hasta que Eisaburo Ueno, catedrático de Agricultura de la Universidad Imperial de Tokio, se lo encontró. Trató de colocarle el can a su hija, pero esta lo rechazó. Y le cogió tanto, tanto, tanto cariño, que profesor y chucho se convirtieron en una pareja inseparable. Hasta el extremo de que cada día, Ueno, que debía coger el tren en la estación de Shibuya para ir y volver a la universidad, se lo llevaba hasta esa plaza y lo dejaba allí esperándole.

Triste desenlace

Estamos hablando de inicios de los años 20 y las gentes que transitaban por Shibuya, lo ven, muchas de ellas las mismas cada día, simpatizaron con Hachiko haciéndole más agradable y llevadera la espera, la llegada de su amo. Y así pasaron los años hasta que un día de mayo de 1925, Ueno sufrió una hemorragia cerebral en plena clase en la Facultad de Agricultura. Y falleció en la tarima donde impartía clases.

Por la noche, Hachiko se acercó, como siempre, como era costumbre en él, a la estación a esperar la llegada de su dueño. Pero Ueno no llegó. Nada ni nadie logró convencer al perro de que se moviese de aquella plaza. Y allí vivió, rodeado de las gentes que le habían entretenido diariamente la espera, hasta que, nueve años después de fallecer su dueño, Hachiko murió de viejo. Cansado, sin duda, de esperar.