El contexto histórico

De París a Lisboa en 60 años

El presidente francés, Nicolas Sarkozy (derecha), se despide del secretario del Tesoro de EEUU, Timothy Geither (izquierda), en París.

El presidente francés, Nicolas Sarkozy (derecha), se despide del secretario del Tesoro de EEUU, Timothy Geither (izquierda), en París.

ROSA MASSAGUÉ

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En el santoral laico de la fundación de lo que 60 años después ha llegado a ser la Unión Europea que hoy conocemos, hay varios nombres que pueden atribuirse su paternidad, dos de ellos de forma destacada, los franceses Jean Monnet y Robert Schuman. Ambos tenían muy claro que Europa no debía ser nuevamente un campo de batalla, cuando en el horizonte empezaban a aparecer señales preocupantes.

La Unión Soviética, el antiguo aliado durante la guerra, imponía su autoridad con un golpe en Checoslovaquia (1948), hacía estallar su primera bomba atómica (1949), y el Ejército Rojo bloqueaba el acceso terrestre a Berlín occidental (1949).

La guerra fría había empezado y en medio estaba una Alemania dividida. «¿Qué hacer con Alemania?», preguntaba Schuman, que entonces era ministro de Exteriores. La respuesta la tenía Monnet. Era una Europa reconstruida y reconciliada. Y para conseguirlo, había que limitar los objetivos a sectores concretos de gran importancia psicológica y a la toma de decisiones conjuntas.

Con las ideas de Monnet, el 9 de mayo de 1950, Schuman leía una declaración que proponía la sumisión a una alta autoridad común de la producción franco-alemana de carbón y acero.

Un año después Francia, Alemania, Italia y los países del Benelux (Bélgica, Holanda y Luxemburgo) firmaban el Tratado de París por el que se creaba la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA).

Monnet y Schuman sabían que había que construir paso a paso y el siguiente fue la Comunidad Económica Europea (CEE) creada por el Tratado de Roma (1957). No era todavía un mercado común. Contemplaba reducciones y armonizaciones arancelarias y los signatarios se comprometían a avanzar hacia la libre circulación de bienes, divisas y personas. El tratado también creaba la Comunidad Europea de la Energía Atómica (Euratom).

El historiador Tony Judt aseguraba que la CEE se asentaba en su debilidad, no en su fuerza, tal como había visto Spaak en 1956: «Europa, que en su día ostentó el monopolio de las industrias manufactureras (...) hoy ve su situación externa debilitada, su influencia en declive y su capacidad de progresar frustrada por sus divisiones».

Con la CECA, la CEE y el Euratom, el proyecto europeo empezaba a tener demasiados organismos ejecutivos y un Tratado de Fusión (1965) creó una única estructura institucional.

Los años 60 y 70 fueron años de un gran crecimiento económico. De los seis miembros, la CEE pasó a nueve con la incorporación en 1973 de Dinamarca, Irlanda y el Reino Unido. El Tratado de Roma se iba quedando demasiado estrecho y se imponía su revisión que se hizo en 1986 mediante el Acta Única Europea (AUE).

El nuevo marco adaptaba las instituciones a la ampliación a España y Portugal y se agilizaba la toma de decisiones cara al futuro mercado único, pero evitaba cuestiones espinosas como la política agrícola o la de defensa.

El fin de la guerra fría

El fin de la guerra fría tras la caída del muro de Berlín (1989) dio un gran impulso al proyecto cuya piedra angular fue el Tratado de Maastricht (1992).

Nació el euro, una política exterior y de seguridad común, y la cooperación reforzada en temas de Justicia e Interior.

Con el tratado culmina la libertad de circulación de mercancías, servicios, personas y capitales. La Unión sustituye a la Comunidad. Con la perspectiva que da la crisis actual, aparecen todas las deficiencias de aquel tratado, siendo la principal, la de haber creado una unión monetaria sin una auténtica armonización económica y fiscal.

El Tratado de Amsterdam (1997) debía profundizar el de Maastricht ante la llegada de nuevos miembros.

Estos dos últimos tratados han abierto el camino a la unión política, pero resultaron inadecuados en muchos aspectos. El Tratado de Niza (2001) debía subsanar los fallos de la estructura institucional. Finalmente una Constitución elaborada por la Convención Europea iba a dar el marco institucional a la Unión, pero fue rechazada por Francia y Holanda. De este rechazo nació el Tratado de Lisboa (2007) que contempla una estructura que debería ser más ágil, pero la crisis y los intereses nacionales han demostrado no serlo.