Entender más

Cincuenta años de la Revolución de los claveles: cuando España se miraba en el espejo portugués

Celeste, la mujer que dio nombre la Revolución de los claveles

El cabo que no apretó el gatillo

Claveles rojos en los fusiles, en abril de 1974, en las calles de Lisboa.

Claveles rojos en los fusiles, en abril de 1974, en las calles de Lisboa.

Andreu Claret

Andreu Claret

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Hasta el 25 de abril del 1974, nadie en España se miraba en el espejo portugués. Y menos desde Catalunya que quedaba aún más lejos. Si acaso, algunos independentistas –que entonces eran pocos–, recordaban, de vez en cuando, que Catalunya y Portugal (junto a Nápoles y Sicilia) habían coincidido, a finales del primer tercio del siglo XVII en rebelarse contra Felipe IV. Sin embargo, como la suerte de Portugal fue muy distinta a la catalana, el país volvió a caer en el olvido. Quienes estábamos comprometidos contra el régimen de Franco veíamos al de Salazar como algo distinto, y lo era, pese a coincidir ambos en su condición autocrática y en sus inspiraciones originales en el corporativismo fascista de Benito Mussolini. Incluso la oposición portuguesa era otra cosa. Carecía de un movimiento articulado y unitario como en el que empezaba a florecer en España, en las postrimerías del franquismo. Hacía 13 años que Portugal no había sido noticia internacional. Por última vez, cuando el político opositor Henrique Galvao secuestró el Santa María en aguas del Atlántico y salió en las portadas de la prensa de todo el mundo. Nadie reparó, entonces, que Galvao era un militar que se había concienciado siendo testimonio de los atropellos que llevaba a cabo el Ejército de su país en Angola.

Un oficial. Una guerra imposible de ganar. La absurdidad (y el coste) de un imperio cuyas tierras multiplicaban por 30 las de la metrópoli. En esta tríade estaba el germen de lo que acabaría provocando el insólito y exitoso levantamiento de los oficiales del Movimiento de las Fuerzas Armadas (MFA) en 1974. Contra una dictadura de la que eran ‘columna vertebral’, según los principios grandilocuentes del Estado Novo. ¿Quién iba a pensar que algo semejante pudiera ocurrir? Hay cosas que son imposibles de imaginar hasta que acontecen. La hay, incluso, que parecen inexplicables cuando ocurren. Es lo que nos sucedía a muchos, y como yo empezaba entonces mi carrera de periodista en la revista Cambio16, convencí a Jordi Socias, que daba sus primeros pasos en la fotografía, y nos fuimos hasta Lisboa con un 600, de un tirón. Llegamos aquel primero de mayo que pasó a la historia con la foto de un clavel en la punta de un fusil.

¿Democracia de la mano de los militares?

A pesar del entusiasmo que radiaban las emisoras durante aquellos inacabables 1250 kilómetros, nos paralizaba la desconfianza. ¿Democracia de la mano de unos militares que habían maniatado su propio país y subyugado a otros, durante más de 40 años? ¡Anda ya! Cinco años antes, yo había estado en la cárcel, con otros estudiantes, por cantar canciones republicanas. El capitán general, el inefable Alfonso Pérez-Viñeta y Lucio, se empeñó en llevarnos ante la justicia militar con un fiscal que nos pedía 12 años de cárcel (6 por cantar contra Franco y 6 más por desafiar la bandera franquista). Por suerte, para mí (no para todos) todo quedó en agua de borrajas, pero me persiguió durante años la idea (equivocada) que los militares eran lo peor. ¿Cómo había sido posible, entonces, lo de Portugal?

No lo entendí hasta que empecé a conocer algunos oficiales del MFA. Aunque su conspiración había tenido ingredientes de película, entre ellos las canciones ‘E depios do adeus’ (que había representado a Portugal en Eurovisión y sirvió para poner a la misma hora los relojes de los sublevados) y ‘Grandola Vila Morena’ (que selló el principio del fin del régimen), lo cierto es que aquel movimiento de oficiales tenía causas profundas. Y por desgracia nuestra, muy específicas, imposibles de exportar a las Fuerzas Armadas españolas. Mientras en España abundaba el chusquero en la baja oficialidad, muchos de los capitanes portugueses y de sus subordinados procedían de la universidad. Más de la mitad de sus 5.000 oficiales, que buscaban en las armas oportunidades que no encontraban en el mercado laboral, procedían del foco de actividad contraria al régimen más activo y habían ido desplazando a los viejos ‘oficiales de ultramar’ comprometidos con la dictadura. Sometidos al contacto con la desastrosa política colonial, muchos de ellos se hicieron lectores de textos revolucionarios, propios de las independencias africanas de los sesenta. Lo hicieron para combatirlos, pero todos reconocían que algo se les había quedado.

Esta transformación sociológica y cultural fue determinante para que un ejercito monstruoso de más de 200.000 hombres entrara en crisis, al ritmo al que lo hacia el propio país. En algo más de diez años, 150.000 soldados habían desertado y huido a Francia. Nada que ver con España, que era un país cargado de futuro a pesar de que Franco todavía ejercía la pena de muerte. Ni con las Fuerzas Armadas españolas. Ello no supone que la ‘Revolución de los Claveles’ no tuviera ninguna influencia entre nosotros. Constituyó un aldabonazo para el régimen y un espaldarazo a las esperanzas de la oposición: el cambio era posible sin que se hundiera la Península. También animó a los militares españoles demócratas, que los había. No a hacer lo mismo, un sinsentido, pero si a organizare. En agosto de 1974, cinco meses después, nació la Unión Militar Democrática. Los allegados a Franco se empeñaron en atribuir al diablo el levantamiento portugués, y es cierto que, entre aquellos oficiales, algunos eran cercanos al Partido Comunista de Alvaro Cunhal, de corte soviético. Sin embargo, la mayoría eran demócratas, unos más conservadores, otros más socialdemócratas. Como el país. Como el grueso de la sociedad portuguesa de hoy, cincuenta años después.

Suscríbete para seguir leyendo